El intruso

Accésit 2019
X Concurso de Relatos breves
"Guadalupe González Fernández"
de la Consejería de Hacienda, Industria y Energía
(Junta de Andalucía)

X Concurso

Le ilusionaba aquella sonrisa, sería capaz de dibujarla con los ojos cerrados, de explicar cada detalle, de intentar imitarla, aunque seguramente eso no lo conseguiría, e incluso sería capaz de besarla. 


¿Se puede besar una sonrisa? –dijo Raúl con un hilo de voz casi imperceptible.

–Sí –dijo Marta, mientras se colocaba en la cabeza el pañuelo con motivos piratas que acababa de llegar por mensajería urgente desde China.

 A Marta siempre le ha gustado comprar cosas por Internet.

Habían pasado solo seis meses desde que decidieron compartir piso, pero se conocían desde pequeños. Las cajas de libros todavía seguían cogiendo polvo y variopinta pelusa por el suelo, amontonadas por los rincones del comedor a la espera de comprar la dichosa librería. La ropa de invierno tirada en la cama de invitados, unas veces tenía forma plana, bien ordenada y otras parecía la bola del mundo, todo dependía de la prisa y la habilidad con la que habían sido capaces de encontrar la prenda en cuestión. Los cepillos de dientes descansaban uno junto al otro en una taza cilíndrica que a alguno de los dos le habían regalado como propaganda, ya no se sabía qué publicitaba porque su paso continuado por el lavavajillas había desfigurado su eslogan de tal forma que lo mismo pudo ser en un principio un suculento bocado como un desabrido jarabe para la tos, pero todo eso quedó hace tiempo en un segundo plano. El mobiliario ahora no era lo más importante, deshacerse del “intruso” era la única misión que tenían Marta y Raúl en mente en ese preciso instante.

Un simple mareo había sido el detonante de aquel descomunal desastre. Marta cayó fulminada en medio del pasillo con la pila de platos sucios que llevaba en su camino hacia la cocina. El estruendo resonó con tal barahúnda como la noticia, a la que todavía eran ajenos, y que los aplastaría como se aplasta a una cucaracha sorprendida en mitad de la noche. La palabra “cáncer” la conocían, aunque ni en sus vidas ni en las de ningún amigo o ser querido se había colado hasta entonces. Lloraron juntos al recibir el mensaje, dicho con las mejores palabras que un doctor de vestimenta inmaculada pudo encontrar, pero que se encajaron en sus entrañas produciendo un gran escozor. Lloraron también en soledad, sabedores de que cada uno debía soportar su peso y ninguno tenía derecho alguno a sobrecargar la balanza del otro. A partir de ahí llegaron radiografías, ecografías, tomografías, resonancias magnéticas, análisis de sangre y biopsias, todo para confirmar que un maligno “intruso” se había hospedado en el organismo de Marta, sin aviso y sin permiso, que deambulaba a sus anchas y que tenía un nombre común: “cáncer de mama”.

...insensateces que no tenían nada que ver con la realidad que ahora se le presentaba agónica ante sus propias narices, pero que la ayudaban a seguir esperanzada hacia un rumbo cada vez más incierto...

La cirugía llegó pronto para intentar cortar de raíz el problema. Los días continuaron lúgubres, negros, cubiertos de tinieblas con la endiablada quimioterapia, millones de partículas químicas recorriendo cada milímetro de sus venas, entre náuseas, vómitos, caídas de pelo, mal humor y muchas caricias porque las caricias no están de más aunque el corazón no bombee a un ritmo acelerado. Sentirse vulnerable hacía que a veces no quisiera continuar la vida que anhelaba, esa con la que había fantaseado tener desde niña, protegida en un hogar tranquilo, agradable, siendo una ejecutiva brillante unas veces y otras electricista o cajera de supermercado, dependiendo del día, por qué no saltar por la calle los días de lluvia de charco en charco cogida de la mano del ser al que ya desde su más temprana infancia amaba; correr para ir al trabajo sin alcanzar el bus y regalarse un paseo bajo la cálida luz de la tarde... Sí, tonterías de criatura inmadura, insensateces que no tenían nada que ver con la realidad que ahora se le presentaba agónica ante sus propias narices, pero que la ayudaban a seguir esperanzada hacia un rumbo cada vez más incierto, aunque al preparar el desayuno todo diera un vuelco al darse cuenta que el nudo en el estómago no iba a dejarla tragar el más mínimo bocado.

Todo desaparece ante ella como si un mago gritara “abracadabra” o “alehop” o alguna palabra de esas que solo usan los magos y no significan nada, la escena queda por un segundo en blanco y su historia comienza a borrarse. El telón cae, baja veloz, y ahora el negro invade la atmósfera, es el fin, se adivina sombrío y triste y lo peor es que pensaba que le quedaba más tiempo, tener hijos, compartir una copa de vino al calor de una chispeante chimenea, ver crecer a esos hijos, a estas alturas del relato ya infecundos; viajar a lejanos mundos fantásticos, convertirse en la abuela del fruto de la estéril matriz que no le sirvió para nada. Y por todo esto y mucho más es imposible seguir como si nada, y Marta lucha, aunque vuelva a caer, flaquea, se deprime, pero se levanta una vez más, Marta no está dispuesta a morir . Para Raúl también era complicado, verla deambular por la casa, con la mirada perdida, lo dejaba caos, sin recursos, aunque él no era el que rozaba la muerte, el óbito parecía pasearse sin ningún problema por su hogar, sin importarle que ellos necesitaran otra oportunidad para susurrarse “te quieros” al oído, para comprar la dichosa estantería o para planear si más pronto que tarde empezarían a cambiar pañales, calentar biberones o a dejar de dormir pegados uno junto al otro siete horas seguidas por la noche.


Los dos disimulaban, los dos sufrían, los dos sabían que las palabras, aunque eran necesarias gritarlas muy fuertes, y aunque salieran con una voz desgarradora, no salían raudas por sus bocas, aún así, acurrucados en el sofá, tapados con la manta que la madre de Marta les había tejido para soportar el gélido frío de invierno, se consolaban mutuamente.

Ella sabedora de la viudedad a la que en breve, quizás, sometería a Raúl, se negaba a abandonar el mundo sin batallar. Hablaba de futuro, muy bajito, casi inaudible al oído humano no fuera a ser que algún ser maligno quisiera arrebatarle sus mínimas expectativas de vida, porque en el fondo albergaba la esperanza de que el “Adriamycin”, la nueva fórmula del fármaco anticanceroso que como conejillo de indias se había ofrecido a tomar, le hiciera el efecto esperado. La inyección intravenosa la dejaba con los ojos llorosos y el ritmo cardíaco entrecortado, sabía que solo era un efecto secundario, se sentía afligida pero a la vez rabiosa, por no poder hacer nada más, por no poder decirle a sus células que aprendieran a dividirse sabiamente, y ya sabemos que si las células se inhiben no pueden dividirse, por tanto mueren. Marta necesitaba forcejear con su destino, no podía este hercúleo tropiezo salirse con la suya, no quería morir.

Él por su parte era incapaz de hacer realidad la promesa que un día bajo el sauce que habita desde siempre en el jardín le hizo, la de protegerla, incluso con su muerte, el resto de sus días, y ahora veía como se deshacía entre sus manos con lamentos callados y él ignorante no sabía cómo ser fiel a aquel disparatado juramento. Y así pasaron los días, las semanas, los meses, con ese nudo en la garganta que produce el miedo de no saber si habrá un futuro, y Marta de vez en cuando volvía a ser la joven vital que saltaba los charcos sin botas de agua, que siempre sonreía y Raúl apoyado en el quicio de la puerta del cuarto de baño recordó como le entusiasmaba aquella sonrisa, que sería capaz de dibujarla con los ojos cerrados, de explicar cada detalle, de intentar imitarla, aunque seguramente eso no lo conseguiría, e incluso sería capaz de besarla.

¿Se puede besar una sonrisa? –dijo Raúl con un hilo de voz casi imperceptible.
–Sí –dijo Marta, mientras se colocaba en la cabeza el pañuelo con motivos piratas que acababa de llegar por mensajería urgente desde China.

A Marta siempre le ha gustado comprar cosas por Internet.

Raúl no quiso expresar su idea en voz alta, pero sin darse cuenta lo hizo, de pie, apoyado en el quicio de la puerta del cuarto de baño, con las piernas cruzadas una sobre otra y la mano izquierda masajeando su barba de dos días a la altura de la barbilla. No esperaba aquella respuesta y le cayó encima como a quien le tiran de repente un jarro de agua fría, devolviéndolo de un golpe seco a la pura realidad. Intentó disimular, se puso recto como un soldado que se cruza con un superior y bajó la vista fijándola en la punta de sus zapatos, con un toque rojo en sus mejillas que le estalló sin previo aviso, porque ahora Marta lo miraba fijamente desde el espejo, ella ya no seguía el trajín de sus manos en el pañuelo atándose un nudo imposible en la nuca, lo observaba a él y le regaló por un instante su mágica sonrisa.

Reseña



 


Título de la obra: El intruso 
Título del libro: X Concurso de Relatos breves "Guadalupe González Fernández" de la Consejería de Hacienda, Industria y Energía
Autor/a: VV.AA. 
Edita: Consejería de Hacienda, Industria y Energía. Junta de Andalucía
ISBN: 978-84-8195-406-7
Año de edición: 2020
Nº de páginas: 252 






















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