Eternamente gracias

"Presagio de mi vida futura"
Nieves Lacasta



ISBN 10: 8495426013
ISBN 13: 9788495426017
La primera vez que te vi temblabas de frío. En aquella habitación se estaba cómodamente, la temperatura era agradable, pero tu temblor no se debía a la ausencia de calor, sino a la ausencia de amor, ese era el abrigo que más necesitabas.

Una monja te daba la comida. El apetito se había alejado de ti hacía tiempo. Tus escasos diez kilos de peso lo hacían palpable. Te llevaste ambas manos a la boca formando un aspa con ellas, franqueándole la entrada a todo, hasta al aire. Sor María tenía paciencia contigo, no en vano te había criado desde que hiciste aparición una noche de lluvia en aquel hospicio envuelta tan solo por una diminuta manta a cuadros, igual de diminuta que tú. Creo que te tenía un especial cariño, por lo menos sus ojos la delataban cuando hacía volar la cuchara a modo de avión, intentando sin conseguirlo, que apartases tus manitas para proporcionarte algún alimento. Según ella todos los moradores de ese refugio erais iguales, no podía haber distinción entre ninguno, a todos, absolutamente a todos os faltaba lo principal en la vida, alguien que os arropara, que os calentara por las noches, alguien que al despertar os diera un beso de bienvenida al nuevo día, alguien que os enseñara a caminar en línea recta, os levantara de las caídas producidas por las zancadillas de nuestros semejantes, y os mostrara el mundo desde otro escalón distinto al que os sentíais obligados a mirar ahora.

No sé si el destino te atrajo a mi vista cuando me paré frente al cristal que nos separaba, pero desde entonces sólo tuve ojos para ti. Aquél debió ser mi día de suerte. En la habitación había varios niños más, unos hacían numeritos similares a los tuyos, os empeñabais en mortificar a vuestras salvadoras de todas las formas posibles que a tan corta edad ya habíais aprendido. No entendíais tal vez, que eran ellas las que os suministraban el sustento diario, sin las cuales no hubieseis sido capaces de salir adelante.



Otros compañeros tuyos jugueteaban por la habitación. No sabíais que un grupo de adultos observábamos a través de un cristal las mil travesuras que érais capaces de hacer, y por tanto, vuestra inocencia correteaba ajena a cualquier coacción.

El grupo lo formábamos cinco personas. Una pareja recién casada, debían rondar los veinticinco años, y en la espera me enteré que no podían tener hijos a causa de un aborto mal practicado hacía años. Ya sabes que la gente cuenta sus cosas, trocitos de su vida íntima que a nadie le importa, tal vez para justificar sus soledades, o por oír, aunque sea de un extraño, una palabra de consuelo, que lo libere por un instante de la carga que acarrea sin ayuda.

Esta pareja tenía claro que querían un niño. Fernando, creo recordar que se llamaba el marido, quería un varón, estaba cansado de vivir con tres mujeres: su esposa, su madre y su hermana. Ya te digo que la gente cuenta sus intimidades así porque así, como si estuviesen frente a un pelotón de fusilamiento, y esa confesión voluntaria de última hora los salvara del “apunten, fuego”.

Las otras dos personas, eran un matrimonio algo mayor, les calculaba unos cuarenta años. Y digo mayor no porque crea que a esa edad es uno viejo, sería como echarse piedras sobre el propio tejado, yo los rebaso con creces, si no porque me parecían demasiado mayores para empezar a bregar con un crío de tan corta edad, ninguno sobrepasabais los siete años. Ellos eran más discretos, se limitaban a cruzarse miradas cómplices cuando encajaban dentro de sus planes alguna acción vuestra, o cuando adivinaban en cualquier rostro una similitud con sus propias fisonomías, liberando así las ilusiones que traían consigo.

Por último estaba yo. Mi vida ya la conoces. Aparecí sola. Me encontraba fuera de lugar hasta que te vi. En ese momento dejé de escuchar las conversaciones que se producían a mi alrededor y sólo te presté atención a ti. Tenías cuatro años. Te sentí despierta, parecías alegre y eso que la vida empezó a maltratarte joven. Tus padres te habían abandonado nada más nacer. Siempre los clasificaré como un par de insensatos que se han perdido lo mejor que la vida sin duda les dio, aunque en el fondo les esté agradecida por haberme brindado la oportunidad de tenerte. Nunca has querido saber nada de ellos, eso me consuela, aunque no te hubiese reprochado que buscaras tus raíces, que quisieras saber si tu boca era herencia de tu padre, si las piernas esbeltas se asemejaban a las de tu madre, o el mal genio que a veces te asaltaba se acercaba al carácter de algún abuelo. Ha debido ser porque en el fondo, has crecido reconociendo, que en el sitio donde te aparcaron, no hubieras salido tan fácilmente, como quien mete un pie en un hoyo y de un saltito regresa a la linealidad de la vereda como si no hubiese pasado nada. A lo mejor todavía es pronto y cuando tengas algunos años más te metas a detective privado y vayas por las calles con una cámara de fotos colgada al cuello atrapando sus rostros con tu objetivo, para después, verificar poro a poro la sabiduría con que la naturaleza actuó para conjugar la afinidad de dos seres en ti.

Te descubrí un lunar en la base del cuello, y supe en seguida que de mayor sabrías aprovecharlo, y llevar a más de un muchacho por la calle de la amargura. Esbocé una sonrisa y continué con mi examen concienzudo para aprenderme tu anatomía entera.

No eras muy alta, demasiado delgada, y tenías los pies pequeñitos, pero tus movimientos eran perfectos, caminabas como si te deslizaras por una pista de hielo, y no necesitases esforzarte para proseguir la marcha, más que andar parecía que flotaras como los astronautas en la luna, no sé si te encontrabas dentro de uno de sus cráteres, pero yo a toda costa quise sacarte de allí, para que volaras a tus anchas en el cielo raso, sin nubes, al que pensaba llevarte, quería crear para ti un mundo sin gravedad para que cualquier obstáculo con el que chocaras te hiciera el menor daño posible, no te merecías menos.

Tus huesos se adivinaban uno a uno, más que una niña de cuatro años parecías su radiografía. Temía que alguien te diera un empujón y cayeses de bruces al suelo, pues presentía que no ibas a levantarte entera, esa fragilidad que denotaba tu figura me hacía sentirme cada vez más segura de la decisión que estaba a punto de tomar, que era de la llevarte conmigo.

Hablabas con mucho desparpajo, te imaginé la líder del grupo. Ordenabas el espacio como después supiste ordenar mi vida. Todos te hacían caso, te seguían, y cualquier juguete que llegaba a tus manos lo ofrecías a los pequeñajos que deambulan cerca de ti, a lo mejor porque los creías más indefensos que tú. Siempre has tenido la maternidad a flor de piel.

Me pareciste generosa, eso me gustó, podríamos compartir muchas cosas. Te enseñaría a admirar las puestas de sol, a nadar como lo hizo mi madre conmigo, a tumbarte en la hierba fresca para contemplar las estrellas, a saltar a la comba, y por qué no, a meterte en los charcos. Compartiríamos todos los años que tú quisieras, hasta que volaras de mi nido para formar el tuyo propio. Sabía aún entonces, que incluso ese día, te costaría trabajo decirme adiós, y ya buscarías la manera de tenerme cerca. Te advierto que si no las buscas te proveeré de millones de posibilidades, todas las que durante estos veinte años he ido almacenando en el fondo de mi corazón, para que el día que las necesitara las tuviera ya fabricadas y no me cogieran de imprevisto.

También te prometí a través del cristal que no me enfadaría el día que te encontrase subida a mis tacones, o me destrozaras el carmín, o derramases el esmalte de uñas por el suelo, es más, los sábados podríamos jugar a disfrazarnos, te prestaría mi ropa, mis zapatos, mis pendientes, mis collares, y te dejaría actuar frente al espejo del cuarto de baño con mi bolsa de maquillaje repleta de colorido. Me pedirías opinión sobre que tono te iría mejor como sombra para tus párpados, seguramente te contestaría que usaras el que más te placiera, porque cualquiera le haría sombra a tus ojazos verdes. Haría de ti una mujer coqueta, elegante con la que cualquiera se sintiera a gusto a tu lado, no tendría que hacer nada más porque la inteligencia y la guapura ya la llevabas encima.

Te hubiese llevado a casa aquella misma mañana, pero el trámite resultó algo complicado. Me pidieron demasiados papeles, tuve que llevar las últimas nóminas, la escritura del piso, se enteraron de la solvencia económica de que disponía, y me hicieron un examen psicológico. ¡Fíjate, yo en el psicólogo!. Yo que siempre he estado un poco loca, ese ha sido el peor trance de mi vida. Quería dar la impresión de que era una persona completamente cuerda, con la que un ser tan frágil como tú se sintiera segura, a salvo, protegida para siempre. Parece ser que lo conseguí, pues hoy estás conmigo, pero sería incapaz de volver a desfilar ante tanto titulado igual de demente que yo, porque en el fondo todos tenemos nuestras rarezas, ¿por qué iba a ser yo la única pirada?.

Pude haber tenido hijos por mi cuenta, buscar a un padre que lo concibiera, vivir con él, o sólo usarlo para la ocasión, pero no, no, preferí buscarte. Algo en mi subconsciente me decía que ya existías. Podía hacer feliz a alguien que ya viviera. Ha coincidido que eres tú, podría haber sido cualquiera. Alguien distinto a ti en todo, en cuerpo, en mente, con valores distintos, a lo mejor, por qué no, algo más fea. Pero lo que sí tenía claro, al igual que Fernando, ese seudopadre biológico con el que me topé en el orfanato, era el sexo de la personita a la que había ido a buscar, yo quería una niña, una amiga a la que enseñarle que el mundo ofrece más salidas y que no tenemos por qué jugárnoslo todo en una partida y mucho menos a una carta. Para qué traer a otro ser al mundo que sufriera desde el momento en el que fuera despojado del conducto que lo unía a mí, después de todo el futuro que os estamos preparando no es muy grato que digamos, pero de todas formas no tengo que decírtelo, tú me aleccionas día a día intentando que deje de usar laca, que es lo único que me mantiene los pelos en su sitio, y no me haga parecer una punki de esas que yo critico porque creo que no se peinan, porque según tú estoy contribuyendo a destrozar la capa de ozono a una marcha acelerada, eso sin contar con tu empeño en que deje de fumar, porque al final la que saldrás perdiendo serás tú cuando tengas que cuidar a una enferma de bronquitis crónica o de algo peor.

Espero que siempre estés orgullosa, que te sientas feliz de todos estos años que has ido tachando en el calendario, casi sin percibir que tus alas cada vez ocupaban más lugar en la tierra, sin percatarte que empezabas a ser importante para muchas personas que te rodeaban, y poco a poco hemos ido necesitando tu presencia, tus palabras, tus risas, tus caricias, y si un día decidieras marcharte, olvidarte de todo y de todos los que hemos formado tu presente, ya tu pasado, comprobarás que entre nosotros seguirá tu silla vacía para que el día que regreses no te encuentres descolocada, por lo menos eso te contaremos, pero la realidad será que no querremos perderte, que no sabremos perderte, porque siempre has estado en el centro de nuestro microuniverso.

Nuestro primer contacto todavía lo recuerdo.

Te pegaste a la falda de Sor María, ella te hablaba en voz baja, explicándote que yo podía ser tu mamá para siempre si ese era tu deseo. Yo no iba a abandonarte, o por lo menos no venía con esa intención. Como respuesta soltaste un mohín y ese par de lagunas tropicales que tenías por ojos comenzaron a vaciarse sin que pudieras hacer nada para contenerlas. Seguías con la cabeza flexionada, con la mirada clavada en tus zapatos de charol negro, al agacharme para elevar tu rostro a la altura del mío, sé que sentiste pánico, seguías temiendo al mundo, a tanto extraño que quería conocerte, sin llegar a entender el por qué de ese empeño, si tú te sentías feliz entre las cuatro paredes que habían decorado tu corta existencia.

Te cogí de la mano y salimos en silencio al jardín seguidas por Sor María de cerca, para dar un paseo, para empezar a conocernos. Después hemos hecho tantas veces lo mismo. Unas han ocurrido en silencio como esa primera vez, otras no has parado un segundo de saltar, subirte a los bancos del parque, correr para espantar a las palomas, o interrogarme sobre cualquier cosa que te era desconocida, porque nunca hasta entonces estuvo a tu alcance.

Noté nada más traspasar la puerta de cristales que daba al jardín, que querías soltar la cadena que te unía conmigo. Para hacerlo te agachaste a coger un palo que seguramente habías dejado tú escondido, pues estaba colocado estratégicamente entre los matorrales, y era difícil saber que aquella varita de olivo se encontraba allí cobijada. Fue tu bastón el resto de la tarde. Las escasas palabras que cruzaste conmigo parecían que salían de esa rama verde, o que eran dichas a esa vara verde, al regresar adentro la volviste a colocar en su sitio, para imagino, te volviera a acompañar en un futuro encuentro con otros seres igual de intrusos que yo, aquellos que nos empeñábamos en voltear tu realidad y no te sintieras así tan perdida.

Muchas tardes de domingo he parado mi vida en aquella sala blanca en la que te vi comiendo por primera vez. Siempre al final respiro hondo y me digo “que suerte tuve aquél día”, después te miro y me repito “que suerte sigo teniendo”. Hija, ¿tus palabras son las mismas?. En tu rostro leo que sí. Tu corazón también creo conocerlo, allí deletreo mejor y me dice, de vez en cuando por las noches, que mis ojeras son innecesarias, que como tú nadie ha sabido quererme.

Hemos sido capaces de ser felices todos estos años, eso me gusta, puede ser que porque yo no sea tu madre biológica, pero muchas veces he soñado que me dabas pataditas dentro del vientre, sí, me perdí tus primeros cuatro años de vida, pero luego has sabido recompensarme. Me perdí tu primera dentición, pero más tarde esperamos juntas la llegada del “Ratoncito Pérez” cuando tus dientes de leche cayeron para dejarle sitio a los definitivos. Me perdí tus primeros pasos, seguro que Sor María te enseñó a caminar, pero después hemos recorrido juntas caminos pedregosos, sendas inexploradas, hemos subido y bajado del tren de la vida cogidas de la mano, como en aquella incursión en el jardín de lo que conociste como primer hogar.

Cuando al fin fuiste mía, como únicas pertenencias te metieron en una pequeña maleta gris dos trajes de verano, uno de invierno, tres pares de calcetines, alguna ropa interior y unas zapatillas blancas con los cordones desgastados en sus extremos. Sor María intentó meter también tu muñeca de trapo, vestida igual que un niño de hospicio, es decir, vestida igual que tú, pero la sacaste inmediatamente para apretarla contra tu pecho, para no sentirte tan indefensa. Todavía tenías miedo. Yo apunté la idea de cogerla cada una por un brazo, para que de ese modo, pudiera caminar percibiendo el mundo igual que lo hacíamos nosotras. Tú me tendiste su mano derecha y salimos las tres tan contentas a explorar la ciudad que ninguna de las dos conocíais. Te costó trabajo mantener la vista fija en el frente, fuiste muy valiente y no giraste la cara para apreciar o despreciar lo que dejabas atrás. Yo te miraba fijamente y me decía: ¡cómo es capaz!, Sor María lloraba en silencio a nuestra espalda, sé que nunca me lo perdonará, me llevé lo que más quería, jamás querrá reconocerlo. Fue un momento difícil para las tres, aunque hoy nos alegremos.

Nuestra primera parada la hicimos en una tienda de juguetes. Si hubiera podido congelar la imagen que me ofrecías, la hubiera salvado para el futuro. Tu carita lo decía todo, no te hacían falta las palabras. En verdad casi nunca te hicieron falta las palabras, en tu semblante se adivinaba el estado real de tu espíritu. Cuando te enfadabas la ceja izquierda caía en picado para taponarle la visión al ojo, a la vez que tu boca se clausuraba para el resto de la tarde. En cambio, cuando estabas alegre los pliegues que recubren tus ojos se disparaban hacia arriba, nada se te escapaba, eras incluso capaz de capturar el aleteo de las moscas. Jamás habías podido imaginar que tantos muñecos se pudieran almacenar en una sola estantería, no sabías cuál elegir, los querías todos y a la vez ninguno, mirabas a Rosita, tu muñeca de trapo, como pidiéndole consejo y a la vez perdón por desear tener otro ser inanimado al que abrazar por las noches. Al final elegiste un osito con cara extraviada, seguro que para no defraudar a tu muñeca, para que ambas pudierais jugar con el y los celos no destrozaran la unión, la fuerza, que hasta ese día había sido vuestro lema.

No quisiste que te lo envolvieran y me pediste que si yo quería llevarlo un rato en brazos, puede que porque Rosita todavía nos contemplaba. Al montamos en el coche lo puse en tu regazo, me hizo gracia oír el sonoro beso que se te escapó cuando creías que no te observaba, para que no te molestara y perdiéramos la escasa confianza que habías depositado en mí, actué como si no me hubiese enterado, y te pregunté si tenías hambre.

Pasaron tantas cosas a nuestro alrededor. Unas las cogimos como el sarampión, otras como la envidia, el dolor las dejamos seguir y jamás entraron en nuestra casa.

Aprendimos con el tiempo tú a hacer los pasteles de la abuela, a venir perdida del colegio, a colorear, a hacer recortables, a enredarte en mi biografía. Yo a darte un sitio mayor en mi vida.

Te conté todos los cuentos que me sabía, más algunos que me inventé para la ocasión, para que supieras que la vida la íbamos confeccionando puntada a puntada a base de recuerdos, de experiencias, de momentos gratos, desagradables. Te enseñé que siempre tenías que quedarte con lo bueno, que borrases en seguida lo malo de tu memoria. También te dije que era sano llorar, que aliviaba el sufrimiento prontamente, y te hacía respirar mejor, pero a la par te dije que no siempre hay que derramar todas las lágrimas, conviene guardar unas pocas escondidas como si fueran esas bolsitas de supervivencia que llevan los montañeros por si los sorprende una tormenta y tienen que resguardarse en un hueco de la montaña algún tiempo, porque el día que necesitas evaporar penas mayores, no aparecen, y entonces el corazón te juega una mala pasada, comienza a secarse y por mucho que lo riegues se marchita.

Abrí tu horizonte todo lo que pude. Tú también abriste el mío. Paseamos en moto, navegamos en barco, te enseñé a montar en bicicleta y cazamos mariposas.

Creciste a mi lado siempre con una sonrisa adornando tu boca, yo envejecí al tuyo igual de feliz. Llegamos a necesitarnos tanto que hoy me pregunto cómo habría sido mi vida sin ti.

Por aquellos entonces sabía rellenar mis días, me consideraba una persona afable, enamoradiza, nunca estaba sola y mi carácter me hacía rodearme de seres que tendían a vivir la vida con un tono de ironía. No se si me faltaba algo, parece ser que sí, la prueba la tienes en que hoy estás aquí. A lo mejor sin ti me hubiese dedicado a colaborar en alguna ONG. A escribir cuentos para niños, mi pasión frustrada. A realizar deportes de riesgo. A competir en mi empresa por un puesto mejor. A contemplar las puestas de sol y los atardeceres con mi amante de turno. A descubrir paisajes lejanos. A encerrarme en casa, comer pasteles, engordar hasta reventar. A reírme de la vida o a dejar que la vida se riera de mí. A llorar por las noches. A sacar a pasear a un perro que hubiese traído a vivir conmigo. A pelearme con mi madre porque nuevamente se mete con mi estilo de vestir. Tal vez me hubiera dedicado a construir refugios para gente sin hogar, o me hubiera metido en una secta religiosa con la que ahora posiblemente estaría vagando por una constelación perdida, porque unos extraterrestres nos habría abducido para salvarnos de una muerte desagradable en este planeta llamado Tierra.

Con toda esta retahíla de sandeces que te acabo de contar pensarás que ya estoy senil, pero no, es que tu marcha me hace evocar el pasado, me hace añorar los años en que te tuve para mí sola, bueno rodeada de mucha gente pero te sentía sólo mía, me hace rellenar el agujero que involuntariamente estas empezando a escavillar. Por cierto, no pienso darte ninguna fotografía tuya, cuando muera estarán aquí esperándote, igual que mi mantón de manila, mis perlas, esta casa y los millones de recuerdos que quieras llevarte contigo. Pero ahora todavía me pertenecen, cada tarde al ponerse el sol me sentaré con ellos y les hablaré como si tú estuvieses presente, porque no creas que vas a irte de mí tan fácilmente.

Todavía me quedan muchas cosas que contarte, aún no te he hablado de mis hazañas cuando era adolescente, esta parte la reservaba para cuando fueses mayor, no quería que te fueras malformando, o que creyeses que tu madre no estaba en sus cabales, pero eso vendrá luego, para mí sigues siendo mi niña de cuatro años, por mucho que crezcas y me sobrepases en centímetros, seguirás siendo mi niña chiquitina, la que se despertaba en mitad de la noche para pedir un vaso de agua, una nana, o un cuerpo al que abrazarse porque el sueño se habría ido a jugar a otro sitio.

He intentado transmitirte todo lo que había dentro de mí, más algunas cosas que he tenido que aprender deprisa y corriendo a causa de tus preguntas a bocajarro, siempre me asaltabas de improviso, ¡hay que ver la de veces que me has cogido fuera de juego!. Pero tu escala de valores está repleta de cosas interesantes, puedes echar mano de ellas cuando te hagan falta, así sabrás actuar en todo momento con justicia, con coherencia, sin dañar por dañar al contrario. Si bien muchas veces te ocurrirá que a alguien le duelan tus respuestas, tus acciones, pero si me haces caso y por siempre obras con el corazón, mezclado con la razón, tu remordimiento será pasajero, porque podrás advertir que el resultado no es sino consecuencia inevitable de la propia vida, ya que nunca llueve a gusto de todos. Esto lo hemos podido percibir nosotras claramente, acuérdate si no de aquella vez que te empeñaste en traer a casa una lagartija que habías encontrado en el parque. Te dije que el reptil no traspasaba el umbral, tú como es lógico, te ofuscaste sin entender que esos bichos me horrorizan y hubiese sido incapaz de tenerlo bajo mi techo, y mucho menos pegar ojo en toda la noche. Esa velada te la pasaste llorando hasta que el sueño pudo más que tu fuerte temperamento, antes me tachaste de mandona y tu ceja izquierda cayó en picado para cerrar tu ojo, a la mañana siguiente comprendiste que yo había sido congruente en mi proceder, porque ya no te acordabas de ella y seguro, que habría perecido de inanición, o se habría perdido entre tu ropa, sin contar con que hubiera podido comerse a Rosita.

En fin, que hoy sales de mi vida cotidiana, mañana no estarás aquí a la hora de comer, tampoco te veré para cenar, pero siempre estarás presente, porque si intuyendo sólo que existías he sido capaz de encontrarte, imagínate como puedo dejarte marchar ahora que te conozco, ahora que sé cómo piensas, como actúas, como eres. Hoy te casas, lloro de felicidad, hija mía, no por perderte, sino por haberte encontrado. Solo te digo: eternamente, gracias por la vida que me has brindado.

 



Título de la obra: Eternamente gracias  

Título del libro: 100 RELATOS GENIALES
Autor: VV.AA.
Editorial: Jamais, Sevilla, 2000
ISBN 10: 8495426013 / ISBN 13: 9788495426017
Año de edición: 2000
Nº de páginas: 586




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