Un funcionario gris, tirando a oscuro


ISBN:978-84-8195-305-3
“Hace ya mucho tiempo, le rondaba por la cabeza la idea de dejarlo todo y salir corriendo. No lo hacía por cobardía, eso era evidente. Sabía que nadie lo buscaría, le echaría en falta o simplemente iría a la policía para denunciar su desaparición. No tenía ganas de morir, en absoluto. Jamás le habría rondado esa absurda idea por su cabeza. Pero nadie conserva sus ideales intactos eternamente y ahí yacía muerto Juan Bernardez de Soto, en su brillante ataúd de caoba, forrado de terciopelo rojo y engalanado con su impoluto traje de chaqueta cruzada de tinte gris oscuro, que sólo vistió en tres contadas ocasiones y que se pudriría junto a él y la caja de madera que los albergaba con el paso del tiempo. El féretro transportado en el interior de un flamante “Mercedes, modelo Manhattan, color gris plomizo”, se dirigía hacia el osario propiedad del Ayuntamiento a paso lento, seguido de cuatro rostros serios, que no se dirigían la mirada entre ellos, y que parecían cargados de culpa. Una corona de flores se interponía entre el cuerpo sin vida de Juan y el movimiento pausado de los cuatro rostros serios que parecían no tener prisa por llegar a ningún sitio. En la banda que partía el círculo floral, en dos mitades perfectas, podía leerse una leyenda absurda, que decía: “tus compañeros de trabajo no te olvidan”. Necedades incomprensibles del protocolo de las buenas maneras que sigue la masa humana en situaciones como esta que nos ocupa, pero que para Juan, si hubiese tenido solo un poco de tensión en sus músculos, lógicamente se habría removido en su tumba al leer semejante oración.




Él necesitaba sólo una mano cómplice que le sujetase el hombro con fuerza

 
Esta situación era injusta. ¿Cómo pudo dejar que sucediese? Juan sólo buscó tener una vida distinta, algo más alegre, algo más movida, con algún aliciente que otro día sí, día no o simple y llanamente encontrar a otra persona con la que interacturar en esta vida, sobre todo tener a alguien a quien contarle sus problemas y recibir, tal vez, un pequeño consejo de cuando en cuando. Tan sólo una de estas menudencias le hubiese valido la pena para pasar más dignamente por este mundo egoísta e ingrato.

No tenía a ninguna persona importante con quien compartir sus días y sus noches, tampoco contaba con un fiel animal para que le hiciese compañía en los momentos malos, así que debía conformarse con hablar solo, teniendo al eco como único compañero de fatigas. Aunque de todas formas, quizás, lo que más le pesaba para cambiar de vida era tener que volver a empezar de cero, montar una nueva casa, aprenderse un nuevo camino a un nuevo trabajo, aprender un nuevo idioma si su estampida le llevaba a otro país o intentar hacer amigos, ¡qué cosa más difícil!

No era un hombre de muchas palabras, eso era cierto, más bien su carácter era tosco y seco. Alguna que otra vez se paraba en un bar cercano a casa y bebía una solitaria copa de vino tinto apoyado en la barra, fumando un cigarrillo rubio, su único vicio, rodeado de voces que no se dirigían a él, y entonces el desamparo que sentía se volvía más evidente al comprobar que todos esos seres aparentaban vidas felices y nada complicadas, y él necesitaba sólo una mano cómplice que le sujetase el hombro con fuerza y le dirigiese una palabra amable, que le dijese Juan, amigo mío, tomemos ese vaso de vino juntos y hablemos de nosotros, para que su reloj no funcionase siempre a cámara lenta como los “koalas” al despertar de sus siestas.

Su trabajo de funcionario le ocupaba todas las mañanas de lunes a viernes, de ocho a tres, y de cinco a ocho y media dos tardes por semana, que él solía ampliar gratuitamente a cuatro, porque dónde iba a estar mejor que encerrado en su cuchitril cargado de papeles que nunca le reprocharían ser como es. La dependencia era oscura, como su propia historia. No había ventanas que le trajesen la luz del día. Debía conformarse con una luz de fluorescente para vislumbrar y descifrar los amasijos de folios que se apilaban en la mesa del despacho y, que ya le habían hecho ganar un par de dioptrías en cada ojo. Allí también estaba sólo, como en el resto de las horas de su subsistencia. Al principio no era así, antes de trasladarse a ese cubículo improvisado sobre la marcha, un día de reestructuración de departamentos, le confeccionaron ese habitáculo a prisa y corriendo, con tres paneles de pladur color verde oscuro, largos e infinitos como sus días, en un minúsculo espacio que le habían robado al pasillo que comunicaba con la fotocopiadora y los lavabos. Antes, como digo, su mesa se encontraba bien dispuesta frente a un ventanal amplio que le traía todas las mañanas el canto de los pájaros, el aire fresco, la luz del sol y los gritos de los chavales a la hora del recreo desde el patio del colegio que colindaba con su centro de trabajo. También tenía a su pesar a Marisa, a Samuel, a Eva y a Guadalupe, pero ellos parecían pertenecer a otro mundo. Sus conversaciones giraban en torno a sus niños malcriados que no comían verduras, no hacían los deberes si no estaban encima de ellos o usaban la PlayStation más de la cuenta. Los lunes derrochaban palabras en relatar menús interminables de restaurantes carísimos en los que habían estado el fin de semana anterior o de lo mal que Guillermo, el marido de Eva, se orientaba por esas carreteras secundarias de mala muerte, a las que ya este “Gobierno de mierda” podría transformar en autovías para conectar la gran ciudad con esos pueblos perdidos de la mano de Dios, porque “a qué mala hora se le habría ocurrido a Eva y a su familia salir de ruta campestre, con lo bien que se pasa en el quiosco del parque de enfrente de casa, con un tinto de verano entre las manos, viendo a los chiquillos corretear entre los columpios sin ningún peligro”. Todos esos temas eran ajenos a Juan. Nunca podía meter baza, primero porque no era cortésmente invitado a sus charletas, y segundo porque parecía como si fuese un ser invisible ante los ojos de aquellos cuatro Jefes de Negociado estirados y vanidosos, que lo esquivaban a sabiendas de la soledad que atravesaba.

Jamás le pedían opinión para nada, ni tan siquiera para colocar la decoración navideña en la oficina, que, por cierto, a él le parecía la cosa más deprimente y horrenda de la tierra, porque luego se quedaba todo allí petrificado un par de semanas más pasadas las Navidades, hasta que a la limpiadora, “bendita mujer”, se le ocurría la brillante idea de despegar el celo que sujetaba el único extremo de la cinta que quedaba agarrado al techo con figurillas de campanillas, estrellas brillantes y papás noeles. Y aunque lo hubiese podido hacer tampoco le compensaba.


Pasó por la vida igual de desapercibido que por la muerte


No encontraba aliciente alguno a desperdiciar todas las mañanas palabras que no conducían a ningún lado. Todos se metían en la vida de los demás, todos sabían arreglar la vida del otro, pero Juan presentía al final del día que todos todos eran igual de desdichados que él. Camuflaban sus miedos con sonrisas falsas que se dirigían mutuamente. Alardeaban de momentos gratos con parientes a los que odiaban y no soportaban. Y en el fondo todos querían huir de sus vidas fáciles, felices y fecundas, igual que Juan, e igual que los millones de seres humanos que pueblan nuestros cinco continentes. En el fondo él no era tan distinto, a lo mejor tampoco tan desdichado. Quizás estaba mirando desde el punto de vista equivocado. Tenía 58 años. Si tuviese que hacer balance de su vida, es verdad que obtendría una calificación de “insuficiente”. Tendría pocas vivencias que poner en el platillo de la balanza de la izquierda, pongamos por caso que es el de las cosas positivas, pero sí muchas en el de la derecha, no queda otra, las cosas negativas. Pero muchas de éstas analizadas escrupulosamente quizás podrían pasar de un receptáculo a otro. Sólo era cuestión de tratarlas separada y delicadamente. Quitar un poco resentimiento de aquí, arrancar un poco de incomprensión de allá, envolverla en un bonito halo de concordia y listo para cruzar la balanza. Parecía fácil.

A partir de entonces se esmeró en cada misión que emprendía. Lo primero que hacía al despertarse era colgar una amplia sonrisa en su rostro, le costaba trabajo, no estaba acostumbrado, le molestaba algo al afeitarse, le escocía al aplicarse la loción de después del afeitado, pero se empeñó en no descolgarla pese a que le doliese en exceso. Y así salía a la calle, disfrazado de hombre feliz. En la parada del autobús la gente cabizbaja, como cada mañana, daba igual que fuera verano o invierno, no se percataban de su nuevo talante. ¿Cómo podía ser? ¿Él también se comportaba igual antes? Sí, era cierto, él tampoco solía mirar a nadie a la cara. Su único roce con el mundo exterior eran los empujones que recibía y propinaba al intentar bajarse a tiempo en su parada. Nadie pedía perdón a nadie. Ni él. Sus compañeros de oficina lo miraban de soslayo pero ninguno llegó a pronunciarse en voz alta. Cuchicheaban a su espalda como niños pequeños que han descubierto un charco de líquido amarillo bajo la silla de Juanito, pero hacían como si su pantalón vaquero no se hubiese tornado de repente algo más oscuro sólo por la parte de la entrepierna.

Y así pasaron los días, los meses. Y uno era igual al anterior. Y nada cambiaba. Y su soledad se multiplicaba, y Juan ya no resistía el peso de la tristeza que lo embargaba. Quería salir, correr, gritarle al mundo que necesitaba comunicarse con alguien, pero el mundo se había vuelto sordo de repente. Daba igual hacer esfuerzos, daba igual vivir para complacer a lo demás. Daba igual anhelar alcanzar una existencia plagada de menos desdichas, porque había comprobado en su propio cuerpo que el mundo sólo pertenecía a seres escogidos. Él nunca fue uno, eso era evidente. Pasó por la vida igual de desapercibido que por la muerte, estaba seguro que nadie lloraría su ausencia. Todos habían contribuido de una manera u otra a acabar con él. Sin embargo abatir a un hombre suplicante, no es valentía, es crueldad. El planeta entero debería recordarlo para consuelo de futuros desdichados. Es cierto que el destino del hombre es la muerte, que cada día morimos un poco, que seguramente la muerte está ahí agazapada a la vuelta de la esquina esperando para atraparnos a cualquiera, pero lo que era seguro es que a Juan lo había aferrado ya entre sus garras y no pensaba dejarlo marchar. A Juan tampoco le quedaban fuerzas para desprenderse. Despacio, sin prisa por alcanzar la vida eterna, se despojó de sus ropajes, y frente al espejo, examinó con dulzura una a una sus arrugas, y lloró desconsolado al darse cuenta que la vida definitivamente se le escapaba acelerada por las heridas sangrantes de sus muñecas abiertas, y ya, no podía hacer nada para retenerla.


Principio del relato
Seudónimo empleado: Amina

























Reseña del libro:



Título de la obra: Un funcionario gris, tirando a oscuro

Título del libro: III Concurso relatos breves Guadalupe González

Autor/a: VV.AA.

Edita: Consejería de Hacienda y Administración Pública

ISBN: 978-84-8195-305-3

Año de edición: 2010

Nº de páginas: 198

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