Noviembre

Noviembre es un mes raro para mí. Dicen que es el mes de los difuntos. Yo no tengo muertos a los que recordar, ni amigos, ni parientes, ni conocidos. Bueno, la verdad es que habrá por lo menos uno en cada división de las que he hecho, pero aún es pronto para recordar estas cosas, sobre todo si partes de la base de que a los vivos todavía no los distingo del todo.

Perdí la memoria hace un año. Me han contado que fue en un accidente de circulación, yo no lo recuerdo. Sólo mi mente salió mal parada, me quedó algún que otro moretón, un brazo roto y esta pequeña cicatriz, bien zurcida, en la barbilla, por un excelente doctor que seguro había hecho un curso de corte y confección antes de dedicarse a estos menesteres de salvar vidas.


Es triste morir, pero peor es hacerlo en noviembre.

He aprendido a hablar hace escasos meses, no puedo mantener una conversación muy larga, pero por lo menos entiendo lo que dicen a mi alrededor. Con las piernas tengo más trabajo, porque no consigo entender muy bien que cuando una pierna se queda parada la otra debe iniciar la marcha, para pararse de nuevo y comenzar con la anterior. Dicen que es fácil, para mí es un mundo.

Con los cubiertos no es que tenga mucha soltura pero no lo hago mal de todo, creo que me manejo bien. Con la sopa me resulta algo más complicado, pero Rocío, que asegura que es mi hermana pequeña, permanece a mi lado el día que deciden presentarme un caldo con arroz o con fideos y evita que me derrame la comida por el cuerpo entero y me haga parecer una lisiada a los ojos de los demás.

No sé mucho del exterior, de lo que hay fuera de las cuatro paredes de mi casa. Y aunque no me dejan, me paso la mayor parte del tiempo durmiendo.

Ayer vi un pájaro en mi ventana, traía una ramita seca en el pico, mi madre, esa señora de pelo cano que me trata con dulzura, me contó que era una golondrina y que estaba comenzando a hacer su nido en nuestro tejado. También me contó que fue la única que divisó por los alrededores al asomarse al balcón, tal vez, sus parientes cercanos la abandonaron un atardecer cuando emigraron en grandes bandadas hacia regiones tropicales. Mi golondrina quizás, también esté amnésica y no sepa que si se queda aquí, entre nosotros, morirá el día menos pensado de frío. Por lo menos eso deduje de un cuento que me contaron el otro día. No me acuerdo bien del título, era algo así como “El príncipe y la golondrina” y trataba de un pájaro como el que ayer vino a posarse en mi ventana, que se quedaba con su amado príncipe, que por cierto, era una estatua y al llegar el invierno el ave murió de frío, por no migrar a principios de otoño con los de su especie hacia tierras más cálidas. ¡Qué pena que muera en el mes de los difuntos! Es triste morir, pero peor es
hacerlo en noviembre.

No sé si mi vida pasada merece la pena recordarla, a lo mejor es bueno que la haya olvidado, pero en el fondo me da pena sobre todo porque tendré que volver a equivocarme, tendré que volver a tropezar en las mismas piedras en las que caí antaño, eso sin contar con que tendré que empezar a conocer de nuevo a mis propios amigos, a mi propia familia, a mi propio cuerpo, mi propia mente, mi casa, mi barrio, mi ciudad, mi país, mi mundo, mi Dios, porque dicen que hay un Dios que lo protege todo, que nos protege a todos, quizás me protegió a mí de la muerte el día del accidente, aunque no sé si reprochárselo. 


...pero a la par olvidas la ubicación de los ríos, las reglas gramaticales...
 
Pero después de todo, algo bueno sí que tiene no tener memoria. Al no recordar nada, lo malo también se te olvida.

Olvidas los desengaños amorosos, el nombre y la cara de quienes te ofendieron alguna vez, la soledad si la sufriste, cómo tuviste que examinarte día a día durante toda la vida pasada, pero a la par olvidas la ubicación de los ríos, las reglas gramaticales, el nombre de las calles, el gusto de tu plato favorito, el olor del mar, el contenido del mejor libro que leíste, la forma y los motivos por los que sonreímos ... y debemos comenzar de cero, lo malo es que esta vez lo tendremos que hacer más a prisa, pues nos queda menos tiempo.

Deberíamos tener por lo menos dos vidas, donde en una viviéramos con lo aprendido en la anterior, pero la mente es tan puñetera, que cuando decide jugarte una mala pasada se vacía, como un ordenador al que algún desaprensivo se le ha ocurrido formatear su disco duro. Eso me ha pasado a mí. En aquél brutal accidente se desconectó el chip que controlaba la base de datos que había tardado tantos años en rellenar y todo se fue al garete cuando mi cabeza con un simple impacto fue a chocar contra el volante del coche.

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