Como una losa de cementerio

"Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, 
pero no por fe de bautismo o acierto de 
su madre, sino porque ella misma lo buscó 
hasta encontrarlo y se vistió con él.

CUENTOS DE EVA LUNA"
Isabel Allende




ISBN: 978-84-8195-367-1
No, no era un gato cualquiera era negro para mayor desgracia. Se paró ante mí, me miró desafiante y de un salto desapareció por el callejón de atrás de la casa. ¡Parecía que Dios la había vuelto a tomar conmigo!. El otro día me dejó atrapado en el ascensor cuando iba al segundo piso y hoy, además de dejarme sin comer he tenido que soportar esta mirada felina. Serán menudencias pero noto que cada vez se despreocupa más de mí, así que un día de estos me voy a cansar y me aliaré definitivamente con el diablo, vendiéndole mi alma si es preciso a bajo coste, porque dicen que con él se está más arropado. Pero esto no es lo que realmente yo quería contar. Yo quería hablaros de una experiencia desagradable que tuve hace muchos años y que hoy ha vuelto a mi consciente de una forma brutal, inesperada y casi diría que en el momento menos propicio para acarrear a mi espalda con un sentimiento tan pasado y tan pesado como éste. Como digo ya no lo recordaba o sí, no lo sé, no me preguntéis nada porque no lo sé, pero ha sido a consecuencia de esa maldita mirada gatuna, de eso estoy seguro. Con lo tranquilo que estaba. Menos mal que siempre he tenido una capacidad bestial para borrar al instante de mi cerebro aquello que me hacía daño o me afligía o me hacía sufrir. Puede que también estas pastillas tres veces al día hayan ayudado lo suyo, pero como os digo esto lo taché de mis recuerdos como quien le pasa a un escrito la goma de borrar o el líquido corrector o presiona la tecla “suprimir” del ordenador, ya en estos tiempos modernos. Pero me dejaré de preámbulos e iré directamente al grano, al meollo de la cuestión, para que al fin me prestéis la atención necesaria, ya que os veo algo contrariados.


lo taché de mis recuerdos como quien le pasa a un escrito la goma de borrar

  Yo contaba pocos años cuando una noche el viento soplaba con fiereza. Era invierno creo recordar porque el viento nunca silba tan arrogante en otra época del año y además ahora haciendo memoria he evocado el pijama de dibujos infantiles que vestía en la penumbra de mi habitación abrigado con mantas de lana virgen. Un rayo entró por mi ventana, iluminó hasta el más ínfimo rincón de aquella estancia confortable. Antes de nada se presentó cortésmente y me anunció, mejor dicho me vaticinó, que cuando fuera adulto el mundo se me volvería del revés y ya nadie escucharía mis súplicas. Cómo es lógico me enfadé profundamente y lo hice salir a toda prisa de malas maneras por el mismo ventanal por el que había entrado.


Me quedé pensando un rato en sus palabras que me dolían, pero pronto pude deshacerme de ellas y quedaron vagando en algún recodo de mi inconsciente durante veinticinco años. Mientras tanto planeaba mi impreciso futuro, me veía envuelto en atroces batallas porque yo siempre quise ser soldado, no un soldado cualquiera sino uno con guerrera engalanada en medallas victoriosas. Sí, puede que sembrando muerte a mi paso, pero eso lo trae adherido la guerra como las algas a los crustáceos, y no me importaba lo más mínimo, porque un soldado se debe a su patria y qué mejor que demostrarlo haciendo caer al enemigo ante tus pies implorando que no lo mates, que lo dejes vivir, pero tú como buen soldado que se precie en serlo sacas el arma y apuntas a su cabeza o al corazón para fulminarlo de inmediato o quizás juegas un rato y primero le disparas en un hombro, en una pierna, en la mano o en el costado para por fin, cuando ya es un simple colador manando sangre a borbotones, le das el tiro de gracia, el que remata la faena, como si fuese la estocada certera que un torero asesta a su compañero en el ruedo. Sí, sé que era macabro pensar en todo esto, pero era la única forma posible que tenía de no pensar en mi propia muerte. Y es que me horrorizaba saber que iba a morir, por eso pensando que otros morían antes que yo, mi vida cobraba sentido.




sólo equiparable a la pieza de caza mayor que un cazador trae al regreso de su expedición por el monte

  Tardé años en darme cuenta que poco a poco me estaba consumiendo sin quererlo. Cada vez me alegraba más cuando abría el periódico, siempre por la sección de esquelas y comprobaba que aquél día habían desaparecido de la faz de la tierra seres anónimos y en agradecimiento póstumo sus familiares y amigos compraban algunos centímetros cuadrados de papel para condolerse profundamente por tan preciada pérdida. Y de ésta manera tan tonta, tan vulgar me convertí en un fetichista. Día a día iba recortando pacientemente todas aquellas esquelas de caras desconocidas y las iba pegando en un libro que yo mismo confeccioné para tenerlas bien almacenadas. Llegué a conseguir infinidad de ellas, porque no sólo compraba un periódico diario, como solía hacer al principio, sino que conforme avanzaba mi superstición aumentaba sin quererlo el número de ejemplares. No me importaba la ideología política del diario, sus artículos de opinión ni la sección nacional, mucho menos la local, menos que nada la internacional, porque lo que yo únicamente buscaba entre esas páginas manchadas de tinta eran las esquelas, a ser posible las que ocupaban la página completa, porque esas eran mi mejor trofeo, sólo equiparable a la pieza de caza mayor que un cazador trae al regreso de su expedición por el monte. Al principio ocultaba mis cuadernos elaborados con suma paciencia y esmero entre carpetas, en los estantes más altos de la librería, pero poco a poco fui descuidándome, entre otras cosas porque conforme avanzaban mis miedos y manías necesitaba tenerlos más cerca. Unas veces para recrearme en ellos, otras para demostrarme a mí mismo que había indeseables que ya no estaban entre nosotros y, por tanto, mi vida todavía valía la pena.

Mi familia se asustó muchísimo. Un día me abandonaron, naturalmente. Mi mujer cogió una maleta, la llenó de ropa, arregló a los niños y desapareció de casa mientras yo compraba la prensa un domingo por la mañana. A los niños no los culpo, ellos no tenían conciencia de la mudanza repentina. Al llegar a casa no noté nada extraño porque me encerré de inmediato en mi habitación para deleitarme en aquellas carillas con olor a cementerio, a flores recién cortadas, a lágrimas mojadas, sentidas, saladas, con mi tijera amolada en la mano derecha, con el pegamento instantáneo multiuso cerca, con las gafas graduadas para ver de cerca puestas en la punta de mi nariz para no perder detalle y el ánimo exaltado porque en esa tirada dominical habían aumentado en dos hojas mi sección favorita. Cuando lo tuve todo bien recompuesto salí a inspeccionar el silencio que habitaba la casa. 




y me aprendí de memoria todos los nombres de los difuntos y de sus familiares doloridos para recordarlos por las noches en mis sueños


Pegué un par de gritos llamando a los niños otro llamando a mi esposa, pero el eco me devolvió mi propio chillido y entonces clamé al cielo pero tampoco obtuve respuesta. Aunque debo reconocer que en aquél momento no me importó un ápice porque volví enseguida a recrearme en la soledad de mis postales coronadas de crucifijos negro. Y pasaron los días y mi aislamiento se convirtió en mi propia sepultura. Solamente salía de casa para ir al quiosco más cercano para adquirir la primera edición que salía de la imprenta. Después opté por suscribirme a toda la prensa nacional para que me la trajeran a casa y ahorrarme el suplicio diario que me suponía esperar a que el quiosquero desembalara los mazos y me hiciera la cuenta en su mugrienta calculadora solar, que nunca le funcionaba, por cierto, porque a esa hora el sol todavía dormía. Adelgacé veinte kilos, me dejé la barba y me aprendí de memoria todos los nombres de los difuntos y de sus familiares doloridos para recordarlos por las noches en mis sueños. Así pasé diez largos años de mi vida, concomido, corroído al pensar que algún día mi nombre aparecería escrito en letras de imprenta en una página de papel rugoso de mala calidad y que algún extraño me recortaría para después pegarme en un lienzo sedoso, inmaculado, para regocijarse por mi marcha al contemplar mi nombre inerte. Y lo peor de todas estas cosas es que me pesaban como una losa de cementerio y no tenía a quién contárselas, hasta que llegaron ellos con sus batas blancas cuando ya la voz me fallaba y las palabras escritas se volvieron difíciles, algo ilegibles y me encerraron aquí y me dieron cobijo y me salvaron de miradas bestiales.



Principio del relato
Seudónimo empleado:Belisa Crepusculario


























Reseña del libro:

Título de la obra: Como una losa de cementerio
Título del libro: Relatos breves Guadalupe de la Consejería de Economía y Hacienda
Autor/a: VV.AA.
Edita: Consejería de Economía y Hacienda
ISBN: 978-84-8195-367-1
Año de edición: 2008
Nº de páginas: 302

Comentarios

Entradas populares de este blog

Hetty and The Jazzato Band

Tu ausencia

Sanlúcar de Barrameda (Cádiz)