Confesiones

Encima de mi mesa de trabajo hay un pequeño objeto, no es muy grande en tamaño pero sí en emociones. Es una taza de café que mide 7 cm de alto por 4 de pie y 8 de canto. Dentro hay cosas importantes, aunque toda aquella persona que la mire no podrá adivinar lo que contiene sino se lo digo. Son pedazos de mi vida que por separado no dicen nada, pero que si los juntas van conformando mi biografía.

Los objetos de los que hablo llevan conmigo casi tres décadas, que se dice pronto, pero han pasado tan lentamente como pasan las horas cuando eres impúber. Todas estas cosas no vinieron de golpe, han ido apareciendo casi sin darme cuenta, hoy una cosa, mañana otra...

Todas las mañanas cuando llego y enciendo mi ordenador la miro fijamente mientras tomo aire hasta que a mis pulmones ya no les cabe ni una pizca más de aire, entonces en mi mente aparecen muchas personas a las que he querido y sigo queriendo, luego suelto el aire pausadamente y cada uno vuelve a su sitio, igual que en un puzle que haces por ordenador al que le han encajado todas sus piezas correctamente. Esta es mi forma de relajarme a diario y también la de empezar bien el día.


Aunque a primera vista parece que únicamente contiene clips de oficina, y es así, en su interior hay mucho más, pero mejor empezar por el principio, como hay que empezar las cosas para que cobren sentido y nos entendamos. 

Mi taza es de una persona que ya no está entre nosotros, Antonio, así se llamaba. Me la llevé de su despacho una noche de trabajo, digamos que llena de un líquido, pongamos por caso: “café”, en realidad había otra cosa, pero eso sí que no voy a confesarlo. Nunca se la devolví, quizás fuera un presagio noctívago que me llevó a conservar algo suyo para siempre, para tenerlo presente en mi rutina y su recuerdo permaneciera intacto conmigo, no lo sé a ciencia cierta, la cuestión es que dejé ese juego de brebajes aromáticos múltiples desarmado, igual de desbaratado como dejó él nuestras entrañas por su abandono eterno. Hoy me sirve de cobijo para almacenar otros recuerdos como la bola de goma de ratón, que no puedo utilizar para nada porque mi mouse es óptico y ya no dispone de este tipo de elementos, pero que me recuerda a la persona que un día me la dio, mi compañero Jesús. De vez en cuando la cojo y juego con ella entre mis manos, su peso me devuelve el regusto de las cañas de cerveza aderezada de tomates aliñados con caballa que degustábamos casi a diario en un bareto de la calle Niebla en Sevilla o las tardes de charla mientras paseábamos a su perro y, cómo no, la decisión que me llevó hace algunos años a comprarme una casa en el pueblo en el que hoy habito.



 

También está el fragmento de lápiz HB-2 de rayas negras y amarillas que fui gastando junto a Joaquín. Hombre de letras y sabiduría que me enseñó el deleite de leer a los clásicos, porque según decía para entender de literatura había que empaparse de ellos. ¡Cuánto lo echo de menos!

 


Una pequeña pinza de color gualda de las que daban en el “AVE”, no sé si todavía las ofrecen y que Pepe coleccionaba de sus viajes a Madrid en dicho medio de transporte. Luego, casualmente, se vería vinculado laboralmente a “Renfe”, aunque entonces ninguno de los dos lo sabíamos. Con él aprendí de números, a confeccionar laboriosas tablas de Excel, que él, de un simple vistazo, adivinaba la suma incorrecta. Buen hombre, mejor compañero.

 


 







El primer quitagrapas que me dieron al entrar a trabajar, en septiembre, de este año 2015, cumplirá 28 años. Lo he trasportado, al igual que al resto de objetos por los cuatro edificios administrativos por los que me he ido trasladando. Lo uso a diario y parece una tontería pero al cogerlo rememoro por un lado esa sensación de asombro y sorpresa que me produjo tenerlo en la mano la primera vez porque, palurda de mí, no sabía de su existencia, aunque a esas alturas de la vida estaba ya todo inventado por mucho que yo lo ignorara, y por otro, ese sentimiento de inseguridad e inexperiencia de jovenzuela incipiente en el mundo laboral, que ya me parece tan lejano como la sensación de teclear en una máquina escribir manual en estos tiempos informáticos.
 


Por último, y quizás lo más valioso, están estos dos monigotes de peluche que en su día fueron dos gatos esbeltos de ojos móviles. La animación de su ficticia visión todavía la conservan, al igual que la nariz y los bigotes, aunque el paso del tiempo los ha deteriorado de tal manera que han perdido el lustre que tenían el día que los recibí. Decoraban el envoltorio de un regalo que me hacía mi “AMIGA” Mª del Mar, dentro había un cinturón, cinturón que todavía conservo, algo estropeado por el uso, pero al que sin embargo sigo dando utilidad. Ella no sabe todavía que los conservo, si algún día lee estás páginas se enterará, espero que le haga ilusión. Mª del Mar es mi amiga con mayúsculas, la quiero, juntas hemos hecho cosas extremas que creo jamás hemos repetido ninguna de las dos por separado con otras personas. Ahora está atravesando una mala racha, la veo fuerte y me gusta, es cierto que la fortuna siempre ha estado de nuestra parte, así que saldrá adelante; mejor dicho, saldremos victoriosas, porque quiero seguir sumando con mi AMIGA recuerdos, anécdotas, invenciones, enredos y maquinaciones absurdas que luego confesaremos o no, nunca se sabe, a nuestra familia y amigos los días que al calor de una buena comida parloteemos del pasado. AMIGA, repito, te quiero.

En definitiva estas son las cosas que conservo, seguramente podrían haber muchas más y las he ido dejando sin darme cuenta por el camino, pero aunque no las conservo de forma tangible siguen estando de algún modo en mi memoria, al fin y al cabo el cerebro es el mejor almacén del que disponemos.

Cuando me jubile esta taza y lo que contiene será lo único que me lleve de esta oficina, me cabe en una mano, es liviana pero su fuerza es sólida y robusta semejante al Coloso de Rodas.

Y estas son las pequeñas cosas que me mantienen pegada a la silla, a mis amigos, a las personas que han ido transformándome en lo que soy hoy, porque cada uno ha puesto su granito de arena, todavía queda hueco por rellenar, así que ya sabéis, si queréis regalarme algo tiene que ser muy pequeño, tan pequeño como para que quepa en mi vasija de secretos. 



 

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