Cuando los monstruos campan a sus anchas

Lucrecia permanecía sentada en la silla, esa noche no pudo dormir, se levantó a las tres de la madrugada cansada de dar vueltas, seguía mirando al frente, aunque en realidad no prestaba atención a nada concreto. Su mano acariciaba el fusil que tenía en el regazo, lo hacía como quien arrulla a un bebé que llora desconsolado. Era el 3 de febrero de 1938. No estaba contenta con la forma en que lo había limpiado, pero ya no había tiempo para volver a la faena y lustrarlo nuevamente. Dos balas descansaban en su interior, las únicas que le cabían y las únicas que le harían falta. Sabía lo que le esperaba. Podía sentirlo en los latidos de su corazón, bombeando a mil por hora. Era de noche todavía, pronto amanecería. A lo mejor ya nada importaba. A lo mejor ese era su fin y no había fuerza exterior capaz de detener la barbarie que había ideado, quizás todo estaba escrito en las estrellas y ella era sólo el medio para llevarlo a la práctica, y no podía hacer nada por detenerlo, no, no había goma de borrar lo suficientemente potente como para desdibujar el desenlace fatal que se avecinaba, pero había que hacerlo, era justo, ya no cabía la marcha atrás.

Tres días antes había cumplido con su deber. Ese fue el detonante de todo, seguro.


Rosa, también acompañó esta vez a Lucrecia en su misión. Rosa era igual de novata que ella, pero el tiempo de guerra les había enseñado que el miedo no podía paralizar el cuerpo y la mente, de ellas dependía la vida de muchos hombres y mujeres, igual de infelices y desdichados, igual de condenados que ellas a ver morir a sus hijos, a sus seres queridos, impasibles, sin poder hacer mucho más, pero con la conciencia tranquila de saber que las injusticias serían reparadas pronto o ese era su gran sueño. Otra España podía resurgir de entre los escombros, otra España era posible y Lucrecia, sobre todo, había tomado cartas en el asunto.


Caminaban en silencio. Aunque tenían muchas cosas que contarse. Muchas desazones que las podían mantener horas relatando, justificando y rabiando, quemándoles en las entrañas como quema un caldo recién apartado del fuego, pero el mutismo en el que se sumieron era peor que expresar la ira, porque cada una maquinaba en su cabeza qué haría si encontraban algún franquista “hijo de puta” por el camino y desde luego, no pensaban ninguna de las dos estarse quietecitas. No era rencor, era sencillamente justicia, la que les habían negado al marido de Rosa cuando de madrugada lo sacaron a empujones de casa y en la mismísima tapia del cementerio le descerrajaron cuatro tiros en la nuca, lo despojaron de sus ropas y de una patada lo tiraron a la zanja, la que él, quince minutos antes, había excavado junto a otros tres compañeros que tuvieron la misma suerte. O lo que le hicieron al hijo pequeño de Lucrecia, Felipe, que por negarse a decir de dónde había sacado aquellas octavillas que encontraron en su escarcela, se pudría en el “Penal de Ocaña”, y moriría con el frío calado en sus huesos, tosiendo, los pulmones reventados y cansado de llorar y de blasfemar inútiles palabras que no perdurarían en tiempo y que su madre nunca escucharía y tampoco podría ya aliviar.

Sí, la historia de Lucrecia y Rosa era igual de aciaga que la de mucha gente. Un pueblo sometido por tener ideas de equidad. Un pueblo que no se estuvo quieto y que luchó pensando que la victoria estaría de su lado. Un pueblo que no sopesaba la idea de arrodillarse, bajar la cabeza, aniquilar su voz y dejarse morir en silencio vencido por el espanto.

El camino era empinado. Este era su segundo viaje. Se habían aprendido el trayecto de memoria, el herrero les había trazado la ruta en un papel, pero les había hecho jurar y perjurar que lo destruirían una vez aprendido al dedillo. Así lo hicieron. Los árboles, álamos centenarios las salvaguardaban de miradas despiadadas, el sudor corría por sus ropas oscuras, las cestas de comida cada vez pesaban más. El fusil lo portaban a la espalda, el cañón apuntando hacia el cielo, esta vez estaba azul, no como la semana anterior que de negro parecía como si una bandada de cuervos se hubiese posado en la nube que las perseguía colina arriba. La falda arremangada, trabada en la correa de la cintura, para no caer de bruces al suelo, la espalda cada vez más encorvada hacia adelante para mantener el equilibrio, la respiración a cada paso dado más agitada, la angustia a flor de piel, los cinco sentidos alerta para no ser descubiertas.

Las campanas de la iglesia revelaron que eran las nueve de la mañana cuando ya habían atravesado el río, se oían como el crepitar del fuego lejano y ambas sabían que si no se daban prisa, la guardia civil, en su primera ronda, las alcanzaría en el cruce del molino. Estaban cerca. Francisco las esperaba para conducirlas a su guarida secreta, una cueva escavada en las montañas. Cinco hombres y dos mujeres arrancados de sus cotidianidades, malvivían junto a fieras salvajes. Maquis los llamaban. Un grupo organizado del pueblo les llevaba víveres una vez por semana, no podían arriesgarse a subir más, así que debían abastecerse de lo que el monte les proporcionaba y de la hogaza de pan blanco y el embutido que les llevaban las mujeres. Lucrecia y Rosa repetían por segunda vez en quince días. La semana anterior les pidieron que trajeran algunas vendas limpias. Josué se desangraba. Un tiro le había atravesado el hombro izquierdo en la última reyerta y la herida ennegrecía sin remedio. Rosa había estudiado la medicina natural con su abuela, por eso estaba allí, sabía cómo sanar contusiones, torceduras, quemaduras, aunque nadie le había enseñado a curar un balazo. Hacía lo que podía. Preparó a escondidas un potingue a base de hierbas y hongos del bosque, los coció, machacó y coló para después administrarlo en cataplasma al enfermo, dejó suficiente ungüento como para que en los próximos siete días sus compañeros pudieran limpiar la herida, sabía que aquello dejaría huella en Josué para siempre, quizás el brazo le quedara inútil, pero por lo menos la infección desaparecería y lo dejaría vivir tranquilo algunos años más.

Mientras era atendido por las mujeres, Josué, tras tomar un trago largo de licor para soportar mejor la punzada que le hacía retorcer el cuerpo entero como si fuera una culebra estrangulando a su presa, y que de insoportable lo dejaba sin sentido en más de una ocasión, rozó la mano de Lucrecia, le dijo que se acercara, ya que el dolor no lo dejaba exhalar más que un pequeño hilillo de voz. Así lo hizo Lucrecia, se inclinó sobre él y aproximó su cabeza, de modo que la oreja casi descansa en la boca de Josué. En ese instante se enteró de por qué Rosa era viuda, de por qué su hijo no regresaría jamás del campo y le daría de comer, le lavaría la ropa y cuidaría de su prole.

Rosa y Lucrecia hicieron el camino de vuelta embriagadas por el sufrimiento, en el mismo silencio sepulcral con el que habían emprendido la ida, esta vez no por temor a ser descubiertas, porque ya nada importaba, la vida no tenía sentido o si cabía la posibilidad más remota e ínfima de seguir viviendo sin amargura, era para dejar las cosas en el sitio que les correspondía.

Hasta aquí una historia cualquiera, contada miles de veces, de esta u otra manera, lo que nadie sabe y jamás ningún mortal averiguará, es que Lucrecia, ese mismo amanecer del día 3 de febrero de 1938, mató al párroco. Él fue el que delató a su hijo, el que inculpó al marido de Rosa y a muchos otros más que fueron murieron sin remedio durante los dos años de guerra civil que llevaban. Lucrecia lo degolló a sangre fría. Sí, y no se arrepiente en absoluto. Aunque llevaba el fusil con dos balas en la recámara, preparado para ser apuntado y disparado, quizás en dirección al corazón o a la cabeza del sacerdote, el puñal que segundos antes había sido arrebatado del pecho de una dolorosa vestida de luto, que decoraba un estante de la Sacristía, fue el que atravesó la garganta del vicario. Lucrecia encontró al siervo de Dios arreglando el altar, oficiaría la primera misa del día en tan sólo una hora, allí mismo le asestó una única cuchillada que le seccionó de cuajo la arteria aorta, allí mismo lo vio desvanecerse, exhalar su última palabra inconclusa, y contemplar el charco de sangre que fue formándose en rededor de su cuerpo convulso. Allí, junto al Cristo desnudo crucificado, con la mirada de un angelito que portaba una ballesta con flecha a punto de ser lanzada, mirándola fijamente a los ojos, lo vio morir. Esos fueron los dos únicos testigos del suceso. Lucrecia sabe que no la delatarán. Sabe que su secreto está a salvo con ellos. Sabe que cuando pase frente a la iglesia, la que no solía frecuentar porque ella no es creyente, recordará lo sucedido y no volverá a traspasar el umbral del lugar del crimen, bueno para ella no es un crimen, es sólo el desvarío de una vieja que no sabe lo que hace, el delirio de una madre que no encuentra respuesta a la muerte injusta e inmerecida de un hijo sano, que tenía toda una vida dispuesta en bandeja de plata para ser gozada, y que un ser maligno le arrebató por inquina, es, en definitiva, la insensatez que habita en tiempos de guerra, cuando los monstruos campan a sus anchas y todo vale y nada pesa.

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