Volveré a buscarte, te lo prometo

A la tercera señal de llamada ella descolgó el teléfono, no dio tiempo a mucho, sólo una frase y la desolación se marcó en su rostro, pero estaba sola y nadie podía atestiguar que aquello era cierto.

No, no dio tiempo a mucho, una frase corta, compuesta tan sólo de tres palabras, las necesarias para que al corazón de Julia le diera un vuelco de ciento ochenta grados y estuviera a punto de producirle un infarto de miocardio.

Sólo una frase corta para saber que ya no podía haber reconciliación y muchos menos una despedida. Tal vez nunca la hubiese habido, pero ya era demasiado tarde para tales tesituras.

Esperaba esa llamada hacía días, se había preparado para ello, pero no por eso dejaba de ser dolorosa. No por eso quería tener que oírla, no por eso sabía que no cabía otra expresión que poner que la de angustia o desconsuelo o pena, quizás tristeza, desolación, congoja, puede que algo de alivio en el fondo o una mezcla de todo, en el fondo ella no era rencorosa o únicamente la del deseo de ser ella misma la destinataria de la palabra muerte, la que le deseó su madre el día que dejó el pueblo, sola, perdida, y con un dolor difícil de quitar con ningún analgésico, agarrado en lo más profundo de su pecho.



  • Mamá ha muerto.
El auricular cayó al suelo, Julia se desplomó tras él. Su hermana al otro lado del hilo telefónico gritó su nombre varias veces ante el ruido ensordecedor que acababa de oír. No obtuvo respuesta a su llamada.
  • Julia, por Dios. ¿Qué te pasa? Repitió una y mil veces ante su interlocutora ausente.
Dos interminables minutos después, el débil timbre de voz que Julia pudo exhalar, resonó de nuevo.
  • ¿Cuándo ha sido? Preguntó.
  • Acaba de ocurrir. Te he llamado la primera.
  • Voy ahora mismo, tardo tres horas más o menos. No hagas nada hasta entonces, prométemelo, quiero verla antes de que la toque nadie.
  • De acuerdo, –dijo Eva– no tardes. Y un largo pitido le hizo colgar el receptor inalámbrico sin pronunciar una palabra más.

Los recuerdos se agolparon de pronto en la mente de Julia. Su olor, su ausencia de risa, su carácter tosco, sus últimas palabras, que no sabía entonces que serían las últimas palabras que oiría pronunciar a su madre, volvieron a su cabeza como el invierno vuelve detrás del otoño año tras año. –"Ojalá te mueras" –.

Julia se fue a la habitación, se sentó en el filo de la cama todavía deshecha de la noche anterior, cerró los ojos y las lágrimas empezaron a derramarse como hileras de orugas en procesión por sus pálidas mejillas. No sabía verdaderamente por qué y por quién lloraba. Si por ella, por su madre, por Eva, por todo o por nada. Estaba hundida, sabía que le costaría trabajo conducir las tres horas que la separaban desde Barcelona hasta su ciudad natal, Berdún. No tenía fuerzas y lo peor es que no sabía dónde buscarlas.

Se subió a una silla para coger la maleta del altillo del armario, donde estaba bien cobijada. Abrió todos los cajones de la cómoda compulsivamente. Más que parecer que se disponía a hacer el equipaje parecía ser una ladrona buscando enseres de valor, escondidos concienzudamente por la inquilina desalmada que habitaba aquel inmueble. Intentó serenarse, pero se desplomó nuevamente, esta vez sobre la silla que le había servido minutos antes de escalera para coger la Samsonite S'Cure, la que se había comprado por Internet, hacía tan solo dos meses. Era una maleta moderna, irrompible según el anuncio del vendedor, con cuatro ruedas, de color rojo, fácil y cómoda de transportar. Una maleta muy distinta a la que trajo de Berdún cuando decidió empezar de cero, en otro lugar distinto, sin semejanza alguna al lugar que la había visto crecer. Una ciudad grande, donde poder pasar desapercibida, donde nadie supiera de su existencia y, lo más importante, donde no se sintiera juzgada por sus acciones. Se lo pensó mucho antes de huir, pero dio el gran salto. Sabía que estaba huyendo, sabía que era cobarde, pero era mejor para todos. No se consideraba una mujer de pueblo, no estaba chapada a la antigua, no era sumisa, no se sentía atada a ningún lugar, y menos a ese, ya había vivido en una gran ciudad, lo hizo durante los tres años de carrera universitaria, los tres años en los que vivió en Pamplona, feliz, cuando estudió periodismo y conoció a Juan.

Su madre nunca lo entendió. Julia intentó explicárselo una y mil veces, pero ella sí que era una mujer de pueblo y no iba a bajarse del burro en el que se había subido y mucho menos tolerar una acción semejante.

Volver embarazada, soltera, sin un padre para el hijo que esperaba era lo último que una madre había pensado que haría su hija mayor. ¡Así le pagaba tantos años de sacrificio! Mucho menos pensar que iba a darle los ahorros de toda una vida para que se deshiciera de ese “engendro del diablo”, como si no hubiese pasado nada.

Pero Julia no pensaba tener ese hijo, lo tenía bien claro y el parecer de su madre no iba a cambiar un ápice la decisión tomada, pensara lo que pensara su madre, lo tenía bien decidido, era su cuerpo, su vida, su futuro.

Se dijeron cosas horribles. Bueno, Julia sólo al principio, después no dijo nada más, su boca permaneció cerrada, su mirada fija en el rostro de su madre, altiva, sin demostrarle miedo, pero sin entender ninguna de las maldades que salían de su boca espumosa. Ella nunca entendió que las palabras se volvieran cada vez más crueles, en cada palabra dicha soltaba un poco más de la amargura y de la hiel que llevaba dentro. Nunca fue feliz y lo demostraba a diario. Para Julia fue un respiro salir tres años de aquella casa, siempre a oscuras como el corazón de su madre. Una mujer áspera como la piel del melocotón, como la lengua de un gato.

Eva, espectadora en el anonimato, lloraba acurrucada en un rincón de la cocina, lo hacía en silencio. Había elegido un pequeño hueco para esconderse entre la despensa y el fregadero, aguantaba entre las manos un trozo de pan que había sisado minutos antes, y que estrujándolo con sus pequeños dedos lo hizo añicos, igual que el cariño que le profesaba a su madre.

Desde allí sólo podía ver media escena, las piernas de Julia y las de su madre, quietas, inmóviles, sin acción ni reacción ninguna, era lo poco que podía vislumbraba por debajo de la mesa maciza de roble de la cocina, pero las palabras le llegaban completas, como balas que salían de una ametralladora M249 SAW de calibre 5,56 mm, y no había lugar seguro para esconderse. Nadie la vio, nadie sabía que ella, una niña pequeña e indefensa de tan sólo cinco años, fantaseaba escondida otra escena distinta, les dio movimiento a los pies que estaban a metro y medio de ella y los comenzó a girar, primero bailaron un vals, después un bolero, para terminar con el mejor tango ejecutado jamás. Las palabras dichas se tornaron en bellas canciones, hasta que no pudo aguantar más y soltó el chillido más desgarrador de su vida.
  • ¡Bastaaaaaaaaa!
Salió de la cocina, por la puerta que daba al patio trasero, corrió sendero abajo hasta el río. Sólo Julia fue tras ella a buscarla. La encontró arañada, entre las zarzas, sangraba, pero esas heridas no le dolían. Ya no lloraba, había entendido que las lágrimas no iban a sacarla del laberinto en el que vivía. Eva, supo, sin que nadie le dijera nada, que a partir de entonces se quedaría sola, viviendo bajo el mismo techo, compartiendo mesa y mantel con la cruel verdugo que la separaba de la única persona que verdaderamente la hacía reír.
  • ¿Te vas, verdad?
  • Volveré a buscarte, te lo prometo. Julia mintió, sabiendo que esa promesa nunca podría cumplirla.
Juan fue su auténtica tabla de salvación por un tiempo. Con él pasó los tres años mejores de su vida. Vivieron como si no hubiese un mañana. Y efectivamente, ese mañana no estaba escrito ni pensaba escribirse, porque cuando Juan supo de la futura existencia de un ser que llevaría sus genes, desapareció de su lado dejándola sola al pie del precipicio.
  • Lo siento, yo no estoy preparado para esto, –le dijo–. La besó en la mejilla, se dio media vuelta y se fue. 


Así de simple, así de sencillo. Julia volvía a estar sola. Se sentía traicionada, las palabras dichas, la promesa de estar siempre juntos se habían borrado como por arte de magia, igual que un día se le borró sin querer el rostro de su padre muerto, al que verdaderamente quería, al que su hermana no conoció y su madre nunca amó, y siempre le echaba en cara cuando iba a visitar su tumba el haberla dejado desamparada con una mocosa de nueve años y otra enredada en su vientre a punto de nacer.

Según Julia su madre pagó en vida la maldad que hacía que todo lo que la rodease acabara igual de muerto que ella. Su lenta y dolorosa agonía la dejó postrada en la cama de un hospital durante un año, repleta de cables, sueros y tubos que la mantenían pegada a la vida sin oír sus súplicas de poder abandonar este mundo cuanto antes. Luego los médicos la desahuciaron, la mandaron a casa y allí ha permanecido otro año más, agónica, consumida, con la sola presencia de Eva, una niña pequeña, de tan sólo dieciséis años, dulce, cariñosa, afable, que se prometió un día permanecer a su lado hasta poder ver con sus propios ojos cómo era enterrada. Ya casi está a punto de conseguirlo. Su madre nunca la dejó visitar a su hermana, el único contacto que pudo tener con ella fue a través de Internet. ¡Bendito Internet! Las hermanas se conectaban en secreto, cuando la madre dormía o salía de casa, hablaban de todo lo que harían cuando estuvieran juntas, maldecían su situación y sobre todo soñaban con que pronto podrían reunirse. Ya quedaba menos.

Julia abrió el coche que tenía aparcado en la segunda planta del garaje de su edificio, metió la llave en el contacto, puso la primera marcha, pisó a fondo el embrague, lo fue soltando poco a poco, mientras apretaba a su vez el acelerador, el corazón también se le aceleró en exceso, suspiró profundamente, se aferró con fuerza al volante y mientras el coche comenzaba a ascender por la rampa del garaje, recordó las palabras que Eva y ella se dijeron el día de su despedida hacía ya once años.
  • ¿Te vas, verdad? –dijo Eva–
  • Volveré a buscarte, te lo prometo. –le contestó Julia–
Julia mintió aquel día, sabiendo que mientras su madre estuviera viva esa promesa nunca podría cumplirla, pero tal vez ahora comenzaba una vida plena para las dos.

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