Paredes de papel

La vivienda, ubicada en un cuarto piso, exactamente a 28 metros del suelo, los mismos que distaban de la azotea, no tenía nada que ver con las construcciones hechas con buen gusto y, sobre todo, con buenas calidades.

La pared de la derecha daba al este, aunque si no tenías una brújula a mano no podías saber que el sol comenzaba su ascenso cada mañana por ese lugar, ya que carecía de ventanal alguno que te dejara ver la estrella refulgir cada alborada como por arte magia. Justo enfrente, con orientación oeste, había un pequeño ventanuco que servía de respiración e iluminación al habitáculo, pintado de azul, con dos pequeñas hojas abatibles que impedían que te pudieras asomar por ellas, aunque la vista no era nada del otro mundo, pues a través de los cristales lo único que divisabas era la ropa tendida de los vecinos del inmueble y alguna que otra antena de TV que los inquilinos habían colocado cada cual en su ventana para ver mejor los programas televisivos, porque la antena colectiva había sido boicoteada en repetidas ocasiones y los residentes en bloque se negaron una vez más a sufragar las costas para su arreglo. Mirando al norte, yo había colocado un póster marino de 2 x 1 metros, encima de la cama para sentir el aire fresco del mar cada vez que abría desde el sur la puerta de la calle, y sobre todo para que le diera la inmensidad de que carecía aquel aposento, de exactamente 25 metros cuadros.


Las paredes parecían de papel. Por la derecha, los privilegiados que podían ver el sol nacer todos los días eran un matrimonio de edad avanzada, Daniela y Nicolás, los ocupantes más longevos del edificio. Eran discretos, tan sólo el arrastrar de sus pies camino del cuarto de baño o de la cocina delataban su presencia entre aquellos muros. Se movían como fantasmas, ni una sola voz, eran tan considerados con el resto del vecindario que parecían portar las cadenas en la mano para no hacer demasiado ruido o eso me pareció a mí al principio. Por la izquierda, vivía Matilde, la viuda de toda la vida a la que su hija sólo visitaba un viernes sí y otro no. Vivía con su perro Mateo, el que nos alertaba a toda la planta de cuando entraban y salían de casa todos los residentes o de cuando el cartero llevaba paquetes certificados a domicilio o de cuando el panadero hacía el reparto diario de pan y dulces a las 9 en punto de la mañana. Supe que el nombre le había pertenecido anteriormente al difunto marido de Matilde y que ella rebautizó al can tras su muerte para no sentirse abandonada.

A su lado convivían un hombre y una mujer con tres hijos maleducados que alborotaban más de la cuenta. Tenían escasos treinta años y parecía que el tiempo se había instalado en sus vidas igual que el malhumor y la desazón, de tal manera que todo se lo decían a gritos. Inconforme ella con la nula actuación en la vida doméstica de él, él con la actitud chulesca del hijo mayor, el de la chulería con el pequeño a causa de la poca intimidad con la que contaba y sobre todo porque le sisaba las estampas de fútbol cuando estaba fuera de casa y eso era junto con la mala hostia de su padre lo poquito que no podía soportar. Y, por último, la que ocupaba la segunda posición en la dinastía Rodríguez-Morales que renegaba de toda la familia al completo y que maldecía con alaridos el haber tenido que nacer en aquella maldita familia con todas las que seguramente habría mejor repartidas por el ancho mundo. 

Detrás del póster marino vivía una pareja un tanto singular. Casi no hablaban, sus únicas estridencias se producían alrededor de las 6 de la tarde. Era un martilleo constante, repetitivo que sólo duraba un par de minutos, pero que hacía que la pared que sujetaba el póster marino retumbara como si un terremoto de 7 grados de magnitud en la escala de Richter tuviera su epicentro en aquel mar estático. Todo aquello culminaba en un grito unas veces por parte de ella y otras por parte de él, nunca se ponían de acuerdo o más bien eran un tándem tan perfecto que se complementaban de tal manera que hasta en la práctica de gozar tenían su turno. Yo todavía no les había visto la cara, y eso que llevaba ya tres semanas viviendo en aquel piso diminuto. No sabía si eran gordos o delgados, si feos o agraciados, si bajos o altos, si jóvenes o viejos, su fisonomía se me escapaba por completo pero para mí era como si viviéramos juntos, llegué a saber más de ellos que ningún otro vecino y por supuesto más que ellos mismos sabrían nunca el uno del otro.

Mi cuartucho tenía un aseo pequeño independiente, no hacía falta que extendiera los brazos para tocar las dos paredes opuestas, disponía de water, lavabo y una ducha que colgaba de encima de la puerta y que cuando la usaba dejaba todo el recinto encharcado y allí estaba yo, fregona en mano, recogiendo el exceso de agua que no se había querido ir por el desagüe colocado en el centro del baño. La cocina americana contaba con una hornilla de dos fuegos eléctricos, un escurreplatos, un pequeño mueble donde guardaba el menaje: seis platos, seis vasos, dos hoyas y una sartén; un fregadero de un solo seno, un frigorífico enano y un microondas colgado de la pared a la altura de mi barbilla. En el centro de la sala coloqué una pequeña mesa, con dos sillas ajustadas, apretadas en su interior. La mesa de 80 x 70 centímetros hacía la función de escritorio cuando no tenía que alimentar mi escuálido cuerpo, y es que ni ganas de comer me entraban después de ver una y otra vez esas cuatro paredes mugrientas, que alguna vez fueron blancas, a las que tuve que mudarme cuando perdí el empleo. Como decoración final mi cama de 90 centímetros debajo del póster marino 200 x 100 cm, que me servía además de para dormir, de sofá los días que necesitaba estirar un poco las piernas después de las largas caminatas que hacía para despejar mi alma.

Desde que me quedé en paro cogí la manía de medir, enumerar y contarlo todo. Daba igual lo que contar, las horas, el ruido, las veces que me cortaba las uñas, las cosas que tenían en el piso, las salidas a la calle o las repetidas ocasiones en que la pareja tras el póster marino hacía escandalosamente el amor. Sí, también atisbaba a mis vecinos. Decidí prestarles un poco más de atención. Pero todo no siempre fue así. Yo, Luisa Beltrán, no tenía espíritu de cotilla, ya digo que era sólo prestarles un poco más de atención, eso es todo. Las circunstancias se dieron de esta manera, la escasa intimidad de aquellas paredes de papel hizo que mis oídos se agudizaran y aquellos individuos que me rodeaban entraran sin saberlo a formar parte inseparable de mi arruinada vida. Puede que la deformación por mi anterior empleo tuviera algo que ver con todo esto, yo había sido contable de una pequeña empresa que se dedicaba a la manufactura textil. Allí el metro era imprescindible para todo, incluido para mi trabajo, ya que mi jefe medía tanto el tiempo que yo dedicaba a grabar las facturas como el que pasaba fuera de la oficina los días que tenía que hacer el ingreso de las nóminas en la entidad bancaria o mis salidas para ir a Hacienda cuando tocaba presentar las declaraciones trimestrales del IVA. Todo siempre estuvo bien medido incluso el día de mi despido, un 31 de marzo de 2010, a las dos de la tarde coincidiendo con el fin de la jornada laboral y el fin de mes, el día anterior a cumplir mi tercer año en la compañía y se supone que el último día de mi eventualidad, ya que el 1 de abril sería fija en la empresa según las promesas hoy vulneradas por el maldito empresario.
 
La hija de Matilde la visitaba un viernes alterno al mes. Comía con ella y de postre tomaban los pasteles que Lucía traía de una famosa pastelería que había a la vuelta de la esquina. Comían en silencio, con la ventana abierta tanto en verano como en invierno. El frío no les asustaba. Yo las observaba disimuladamente, me hacía la distraída como si no fisgoneara en sus vidas. El único que me delataba era el chucho que me ladraba a través de la ventana para que dejara de mirar a su dueña, y con ello no le robara los pensamientos, las palabras calladas que ninguna de las dos mujeres se decían, y que seguramente querían, necesitan expulsar, reproches mutuos, soledades, desatenciones, carencias del pasado, que habían hecho de esos dos seres que en un tiempo habían estado durante nueve meses una dentro de la otra formado parte inseparable, indivisible y que hoy parecía que no se conocían, que no tenían nada que contarse. Cada viernes de visita una miraba el reloj insistentemente deseosa de que llegara la hora de partir y la otra resignada al saber que le quedaba poco tiempo para perder a su pequeña no deseaba que las manecillas corrieran de forma acelerada.
 
Yo no sé si todos ellos también me espiaban en secreto, puede. Pero poco a poco pude saber sus pequeñas mentiras guardadas con cautela. Descubrí por ejemplo que Daniela y Nicolás, los viejos adorables, no se soportaban. Ella cansada de sus reproches un día decidió negarle la palabra. Puede que porque fuera lo más valioso que encontró para robarle. Le ponía religiosamente la mesa, le lavaba la ropa, le hacía la cama, le compraba el periódico pero desde hacía 15 años no le dirigía la palabra. Él, impedido de las piernas, no podía salir de casa y su única conversación la tenía con el ATS que todos los días venía a ponerle el inyectable recetado de por vida, aunque la suya hubiera caducado hacía ya muchos años.
 
Matilde dejó de vivir cuando murió su marido. Decía que él la adoraba pero que la dejó sepultada entre aquellas paredes para siempre. Su pensión mínima no le daba para mucho, un poco de comida barata para ella y su perro, los dos comían lo mismo. Lucía se marchó agobiada por las lágrimas constantes de su madre. No entendía como lo echaba tanto de menos si en sus 34 años de casados había estado más tiempo sola que acompañada. Él prefería la compañía de sus amigos en la tasca de la esquina que disfrutar con su esposa de un paseo o de una amena tertulia de sobremesa. A Lucía se la llevaban los demonios cuando intentaba hacer entrar en razón a su madre y ésta seguía erre que erre alabando las proezas del marido perfecto. Marido y padre que había brillado por su ausencia según la opinión de Lucía, así que recogió sus escasas pertenencias y un día se fue de casa para no volver más que un viernes sí y otro no a comer con ella, más que nada por lástima para no dejarla abandonada para siempre.
La familia de los gritos constantes enmudecía pasadas las 2 de la madrugada cuando el alcohol había hecho el efecto sedante en sus organismos. Los niños también dormían puede que tuvieran pesadillas o que fantasearan con plácidos sueños, no sé, la pequeña ventana no me dejaba entrar en la parte onírica de las personas, pero yo adivinaba sus sueños a la mañana siguiente cuando el más pequeño se levantaba el primero y tendía la sábana mojada en el tendedero.
 
Mi ignorante vecino de detrás del póster marino salía muy temprano cada mañana. Ella se levantaba pasadas las diez. A las 10:35 todos los días sonaba el telefonillo del portero automático y una voz varonil, que no se parecía en nada a la del ignorante vecino, decía –abre –. Yo lo sabía porque en una ocasión descolgué el auricular antes que ella y fui testigo impasible de la palabra clave. Diariamente igual, el mismo verbo, sin más parafernalia ni complemento que lo acompañase, un simple –abre – lo decía todo, a los pocos segundos sonaba un pulso largo que convertía la petición en acción, y seguía una carrera veloz de tacones hacia la puerta de entrada del piso, la misma carrerilla subiendo las escaleras de dos en dos, puede que de tres en tres, dos corazones acelerados por la urgencia, cada día que pasaba la prisa no cesaba, es más se acentuaba, yo cronometraba desde el toque del portero automático hasta el traqueteo producido por el epicentro del terremoto, esta vez de casi 9 grados de magnitud en la escala de Richter que se producía en la pared en la que colgaba mi póster marino, y que en más de una ocasión estuvo a punto de desencajarlo, y no pasaban más de tres minutos. Los jadeos eran inmediatos, se oían palabras inconexas, deshilvanadas de cualquier conversación, dichas sin sentido como gritadas para atestiguar que el gozo era infinito pero la locución innecesaria. Al final un grito al unísono retumbaba en el bloque entero. Los dos habían llegado a puerto, juntos, de la mano como quien camina una noche estival mirando hacia la luna. Después un casi inaudible abrir y cerrar de puerta los dejaba saciados hasta la mañana siguiente. Sobre las 6 de la tarde, el marido ajeno a todo, deseoso de devorar el cuerpo de aquella mujer adúltera, ignorante de su doble vida, regresaba al hogar conyugal y el terremoto volvía como las moscas en verano.
 
Y aquí me tenéis, como una vieja huraña, a mis 37 años, sin empleo, casi sin recursos, cobrando el desempleo que para lo que únicamente me llega es para pagar la casa de tres habitaciones, dos cuartos de baño, salón, cocina y terraza de 15 metros, que el banco me quitó por impago pero que todavía reclama entre el 1 y el 5 de cada mes su cuota obligatoria. ¡Para cuándo la dación en pago!. Y así es como vine a parar a esta zahúrda, por eso comencé a espiar a mis vecinos, por eso lo cuento y lo recuento todo, y por eso lloro todas las noches cuando el perro de mi vecina Matilde ladra, ella le regaña para no sentirse sola, los padres de los tres pequeños se insultan o brindan, los niños se pelean o duermen, el matrimonio vetusto camina sigiloso sin dirigirse la palabra y la pareja de detrás del póster marino ahoga sus suspiros ora uno ora el otro entre sábanas revueltas, aunque ella sueñe con su visita matutina.
 

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