La sábana
Habría jurado
que lo vi apostado en la esquina del edificio frente a mi casa,
inmóvil, altivo, desafiante.
- Sentí miedo.
Habría
jurado que disimulaba toqueteando su teléfono móvil. Intuía que
nuevamente me espiaba.
- Quise correr.
Habría
jurado que en ese preciso instante pasó un avión y, además de
dejar una estela blanca en el cielo, bloqueó cualquier sonido
audible producido a mí alrededor.
- No pude chillar.
Habría
jurado que el policía que prestaba sus servicios como escolta para
que Daniel no me matara, también lo había visto, pero encendió un
cigarrillo.
- El pánico de antaño volvió a mí.
Habría
jurado que el cuchillo de cocina de 20 cm y mango de madera con
incrustaciones de nácar que portaba Daniel pegado a la pernera del
pantalón, resplandeció cegándome por completo.
- Era mi fin, lo sabía.
Sí,
reaccioné tarde. Era él. Disimulaba. Pasó un avión. Dejó una
estela blanca. Me cegó el refulgir del acero. Recordé las
incrustaciones de nácar en la empuñadura que llevaban sus iniciales
grabadas. El policía también debió cegarse. No lo culpo. Tiró el
cigarrillo inmediatamente. Yo caí a cámara lenta sobre el asfalto.
Casi sin hacer ruido. Como siempre he pasado por la vida. Y sentí
miedo. Quise correr. No pude chillar. El pánico de antaño volvió a
mí. Era mi fin. Lo sabía. Y dejé este mundo tumbada en un
asqueroso pavimento envuelta en una sábana blanca, tornándose
poquito a poco de un tono rojo, pero en el más sepulcral de los
silencios.
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