Dos de diciembre

Hace años que no la veo. Me acordé de ella inconscientemente porque hoy era su cumpleaños. Si hubiésemos estado juntos le habría regalado un gran ramo de flores como hice cada aniversario de los que estuvimos juntos. No la echo de menos. No quiero volver a estar con ella. Me hizo daño. La quise como a nadie he querido. Después no he sabido amar a ninguna mujer igual. Me da rabia tener que acordarme de ella y la hernia de hiato se me dispara y me duele el pecho. Respiro hondo e intento pensar en otra cosa, pero ella regresa a mi cabeza una y otra vez. Maldito dos de diciembre. Maldito cumpleaños. Maldito celebro que me martillea sin descanso. Maldita hernia de hiato. Maldita Matilde. Maldito amor.



Es duro pensar que la monotonía se instala en tu casa, se sienta en tu sillón cómodamente y te va comiendo terreno poco a poco sin que te des cuenta o dándote le vas cediendo espacio hasta que te ha dejado arrinconado para siempre y ya no puedes volver a moverte con la agilidad y la destreza con que antes lo hacías.



Siempre fui débil, lo confieso. Mi padre decía que a qué mala hora quitaron el servicio militar, así me habría hecho un hombre de provecho. Siempre odié a mi padre por aquellas palabras maliciosas y por otras semejantes que me dedicaba en exclusiva hasta que un día decidí irme de casa. Total, sólo porque amaba, porque aprendí a amar me tachaba de poco viril. Mi madre me defendía dentro de su escaso entendimiento y entonces el combate se atrincheraba en su dormitorio y la guerra duraba hasta altas horas de la madrugada hasta que una cedía y el otro creyéndose victorioso se daba la media vuelta y comenzaba a roncar como cerdo en cochiquera. Me da pena mamá. La echo tanto de menos. Quisiera volver a estar con ella como antes. Me ayudó en la vida. Me gustaría ahora acurrucarme en su falda y sentirme protegido como cuando era niño y alguien me pegaba, su consuelo era lo único que me salvaba. Me irrito al pensar que por culpa de mi padre ella no es feliz y lo odio si cabe un poco más.


Soy depresivo, también lo confieso. Tengo poco espíritu como me diría Matilde por teléfono dos días después de abandonarme. ¡Qué reproche más tonto! ¿Y ella? ¿Saber que la amaba no fue suficiente? ¿Quería más? Y por su culpa hoy me encuentro vagando por el mundo sin rumbo, sin trayectoria, sin dirección, sin sentido, como polizonte de un barco a la deriva que ya no tiene víveres para alimentarse.





Mamá y Matilde se llevaban bien. Ese tándem perfecto hubiese sido mi tabla de salvación. Pero como ya he dicho, en este instante ya no la quiero. Me hizo daño. Me hizo tanto daño que creo que será difícil que algún día pueda perdonarla.


Una mañana sin motivo aparente desapareció de mi vida. Hubiese jurado que era una mañana igual a las demás. Olía la casa a café recién hecho. La toalla estaba tirada encima del bidé, cosa que odiaba, el periódico matutino yacía en la mesa y la radio expelía noticias catastróficas de países lejanos. No me percaté de nada hasta que fui a coger la ropa interior del cajón de la cómoda. Su anaquel estaba desnudo. Giré mi cabeza en todas direcciones para comprobar si el resto de los enseres seguían todos en su sitio. Entonces comprendí que la estancia no era la misma, faltaba la mitad de todo, la mitad de los productos cosméticos, la mitad de ropa en el armario, la mitad de zapatos, la mitad de las palabras, la mitad de la respiración, la mitad de los suspiros, la mitad de mi vida. Corrí a por mi teléfono móvil, esa noche no lo había dejado cargando y la pantalla del aparato me recibió en negro. Busqué como loco una nota, algo que me diera señales de lo que estaba sucediendo, pero no encontré nada. Salí enajenado a la calle buscando respuestas y tampoco las hallé, tan sólo encontré a unos niños que se dirigían al colegio y le daban patadas a una lata de refrescos. Volví a casa. Continué escudriñando por todos los rincones de la casa, alguna señal que me hiciera entender por qué la maleta Samsonite no estaba en el altillo de nuestro dormitorio. Mi hernia de hiato estalló sublevándose contra el ademán de ingratitud y desprecio que veía a su alrededor o quizás fue la única en percatarse porque yo me tiré en la cama y lloré ríos de palabras malsonantes que no se atrevían a salir por mi boca. Quise morir. En ese instante quise sucumbir ante la terrible evidencia de lo que se me venía encima. Me encontraba sólo y las lágrimas no me aliviaban en absoluto. Sé que estas palabras pronunciadas por un hombre suenan a risa, chirrían como los muebles viejos por la noche, pero me rasgaban el corazón, me herían de muerte y resonaban en mi mente como si un enjambre de abejas africanas hubiesen irrumpido con violencia en medio del salón.

Quizás papá tenía razón, soy débil, poco viril. Quizás Matilde tenía razón, tengo poca enjundia ¿Pero a quién le gusta estar sólo? ¿A quién le gusta ser abandonado? Tardé años en recuperarme de aquello. Cerré la puerta y me hundí en la soledad más profunda que un ser humano es capaz de soportar. Volví a mis libros, a desayunar tostadas untadas en incomunicación y en aislamiento; a dar largos paseos solitarios por parques plagados de hojas secas en otoño y árboles desarropados en invierno. Volví a descuidar mi atuendo, a sestear por el día y a trabajar de madrugada. Volví a tener pesadillas, a excavar un foso entre los mortales que me rodeaban y mi decrépita existencia. Volví a cerrar con cadenas y llavín de tres vueltas mi espíritu endemoniado, condenado como reo a ser sepulcro en vida. Volví a desesperarme por todo, por el hambre en el tercer mundo, por la situación palestina, por los desastres ambientales, por la fabricación de armas sin control, por los políticos que eran incapaces de solventar tanta injusticia y sólo sabían llenarse los bolsillos a espuerta. En definitiva, regresé a mi vida de antaño, a la que tenía antes de que Matilde entrara en ella. A la que tenía cuando me fui de mi casa paterna, concomido y dañado por las calificaciones que mi padre me brindaba gratuitamente a la mínima de cambio.

Mi madre me arropó como pudo. Me dio una manta de lana, un beso y el consejo de que buscara la ternura lejos de ella. Y ahí fue donde apareció Matilde.

Llevaba un sombrero estilo parisién, gabardina y botas altas. Surgió de la nada, apareció como hilera de flores de las que brotan en la arena del desierto de Atacama y como una inmensa ola de colores decoró mi apartamiento. Pero resultó ser un espejismo, eso lo sé ahora. Bella, grácil y ardiente alimentó durante un tiempo mis días, se fue instalando con cuidado, un peine, un vaquero, el cepillo de dientes, tal vez una blusa, para sin darnos cuenta rellenar la mitad de mi casa con la totalidad de la suya. Fuimos felices durante treinta meses completos. Me alejé pletórico de la desolación en la estaba sumido, comencé a reír y la vida me pareció pintada en otra gama de colores, esta vez con tonos más vivaces. Sí, me atreví a arrancarla, a sacarla de su desierto y a llevármela a mi hogar. Duró poco, porque quién arranca una de estas flores de la zona desértica del planeta donde viven y creen que va a poder crecer en una morada distinta, está absolutamente equivocado, la flor nunca germinará, morirá al instante.

Sí, yo contribuí a matarla, pero ella acabó con mi vida también.

No tuvo valor para decírmelo a la cara. Tuve que esperar dos días completos para que el teléfono sonara y poder escuchar una maldita explicación sin sentido. No me aclaró nada, se limitó a soltar sus frases de disculpa aprendidas a la carrera en las últimas cuarenta y ocho horas y colgó hábilmente el auricular, sin importarle que yo me hubiese estado ahogando al otro lado del teléfono. Tardó escasos tres minutos en resumir dos años y medio de convivencia. En reprochar lo irreprochable. En hacerme comulgar con ruedas de molino para que asumiera que el único culpable de todo era yo. Si hubieseis podido observar la escena por un pequeño agujerito, habríais sido capaces de comprobar de primera mano que yo asentía, sin musitar palabra alguna, dándole la razón a su espléndida desiderata. Permanecí con el auricular en la mano durante algunos minutos, no sé cuántos, sin poder colgarlo, sin poder articular vocablo, lo que sí sé es que hasta días más tarde no supe entender sus palabras. El mensaje quizás fuera claro, pero yo no quería ser el receptor de tan cruel misiva ¿Dónde habían quedado las flores, los besos, los detalles, las caricias vividas? ¿Dónde habían ido a parar las noches de risas, sus promesas de amor? Me sentí atravesando un túnel de desolación, oscuro, largo y desconcertante. Me sentí sucio, vacío, olvidado. Me sentí sólo, perdido, abandonado.

Me llevó doce años superarlo, hasta hoy, día de su cuarenta cumpleaños. Sí, reviento en carcajadas al pensar que los cumpleaños son nefastos, llegan, te desarman, te desposeen de tus creencias y como un código de barras que no dicen nada a los ojos inexpertos, cuando le pasas la máquina lectora te relata toda la información almacenada en su base de datos.

Sí, soy depresivo, débil, poco viril y sin sustancia, como dirían algunos, pero hoy, aunque reconozco que no soy en absoluto feliz, viajo sin ataduras ni grilletes. El género humano me ha decepcionado por completo, pero a pesar de ello transito como puedo buscando un olor que me camufle la fetidez del desengaño, quizás algún día llegue a mí la fragancia, el aroma, la emanación, el efluvio, la esencia o el perfume de un rostro desnudo de engaño. Todo en esta vida lo rige el amor y el que piense lo contrario, está totalmente equivocado.

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