Caramelos de sabor a menta

Sabía que debía dejar el tabaco, no porque mi hija me insistiera constantemente o porque mi mujer me mirara con mala cara cada vez que encendía un cigarrillo en su presencia, más bien era debido al picor y a la tos que se habían instalado en mi garganta y que no pensaban abandonarme. Pero cuando lo consideraba desistía al instante, ya que era a lo único a lo que podía agarrarme con fuerza si no quería hacer un disparate.
 
Sí, había dejado de ser feliz hacía mucho tiempo. No sé si Guadalupe, mi mujer, había tenido algo que ver, o Sonia, mi hija; o quizás era solamente yo el causante de todo el descalabro. No quería buscar culpables del estropicio que se había formado en mi vida y que derrumbó todos los esquemas que fui confeccionando con esmero durante décadas para sentirme seguro. No pedía mucho, sólo quería salir de este maldito agujero en el que me había enterrado hasta el tuétano y sobre todo quería hacerlo de inmediato. Ya no soportaba mi existencia. Matarme hubiese sido muy fácil, así al menos ellas hubiesen cobrado el seguro de vida que me hice hace años y no me maldecirían para siempre. Huir también era otra salida. ¿Pero a dónde? Hoy te encuentran te escondas donde te escondas ¡Maldito Internet, maldito mundo globalizado! Las posibilidades de escapatoria eran escasas o crueles, poco ortodoxas quizás, por no decir que no eran justas para todos. Y eso sí, yo soy un hombre de principios, sobre todo solidario y recto. Ya me lo decía mi madre –Nicolás, así llegarás lejos–. No me gusta dañar por dañar y mucho menos hacérselo a los seres que más he querido, no mucho tiempo atrás.
 
Existía otra posibilidad que barajé como la más factible, y fue la que llevé a cabo. Reconquistar de nuevo mi vida, reconquistar a mi esposa, a mi hija, mi trabajo, mis amigos, todo lo abandonado, era una batalla brutal pero merecía la pena luchar con uñas y dientes. Y de pronto me sentí un poderoso guerrero, como el Cid Campeador en su última batalla, sí, muerto, pero a lomos de su caballo Babieca, blandiendo a Tizona y expulsando a Ben Yusuf de su querida Valencia. Yo también echaría fuera mi desidia.
 
Así que dejé el tabaco a cambio de unos caramelos de sabor a menta, regalé flores, ofrecí mis mejores sonrisas, brindé por un sol radiante cada día, prometí serenidad y abrigo, insinué canciones con final feliz, invité a pasear por mi corazón que bombeaba jovialidad y alborozo, corté ramilletes de esperanza y confianza, invité a los míos a travesías de conversaciones serenas y entusiastas risas, proyecté castillos de naipes que constantemente caían pero que reconstruíamos juntos, ideé caminos secretos para alcanzar las estrellas, inventé un nuevo lenguaje con el que comunicar alegrías, desterré soledades y silencios, y descubrí que la vida merecía ser vivida en compañía y deseé no perder ya nunca lo que había podido salvar del naufragio.

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