Lola en los acantilados de Moher


Lola escribía velozmente a máquina. Lo hacía con solo cuatro de sus diez estilizados dedos. Seguía haciéndolo en una máquina de escribir manual, concretamente en una reluciente e inmaculada Valentine Olivetti, color rojo intenso, del año 69, porque decía que los ordenadores estaban endemoniados y le robaban las ideas y hasta las palabras.
Olivetti Valentine
 Olivetti Valentine

Lola rondaba los sesenta y tantos años, aunque nunca confesó su edad verdadera, ni siquiera a Eulalia, su mejor amiga y compañera de juergas diurnas y nocturnas, excursiones, charlas y partidas de cartas.

Lola fumaba tabaco de liar marca Peterson Iris Dew aunque tenía miedo al cáncer este nunca la matará. Lola adoraba el ron, la playa, la música y escribir a máquina como ya hemos comentado. A veces lo mezclaba todo y la combinación le salía perfecta, su mundo era sublime. Las historias que contaba en el periódico local en el que publicaba semanalmente su columna titulada “Mi ciudad, su entorno, todo un misterio” conmovían a sus lectores.

Lola no podía vivir sin escribir poesía, sin leer poesía, sin oír música de jazz, sin oír cantar a Bob Dylan “Every grain of sand”, sin contemplar el mar cada amanecer y sin tomar grandes tragos de ron cuando podía escucharse el cortejo del “frailecillo de ojos tristes” de fondo, allí a lo lejos. Lola no sabía que su última historieta no llegaría a terminarla, no sabía que nadie podría leerla, la dejará atrapada dentro del tambor de la máquina de escribir, medio folio dentro, medio folio fuera.

Lola paseaba y no sabía todavía que su cuerpo desaparecerá para siempre en el fondo de los acantilados de Moher, en el condado de Clare, en Irlanda, donde vive. Y si no fuera porque no sabe que va a morir, hubiera dejado el folio inconcluso perfectamente alineado en el montón que habitaba la parte izquierda de la mesa de nogal americano que había heredado de su madre en el otoño de 1960.

Lola nunca pudo esperar escribir un final así para su vida, tampoco para el resto de cronistas locales, pero el destino a veces se adelanta y deletrea con letras de imprenta un final amargo para tus días. Lola no sabe que su sección de dentro de dos días quedará en blanco como tributo y señal de duelo y que una reseña sobre ella pasará a escribirse no en la sección de necrológicas sino en la de “se busca” porque la policía local pondrá un aviso, aunque más pronto que tarde una de las esquelas llevará su nombre.

Lola vivía sola desde hacía varios años. Ya había perdido la cuenta y no recordaba con exactitud el tiempo que hacía que su marido la abandonó. No fue para irse con otra. Tampoco cambió de trabajo ni de condado. Un infarto lo dejó sentado y petrificado en el sillón de la sala de estar una tarde soleada de primavera. Lola esa afrenta no la entendió, y lo enterró con las zapatillas de andar por casa, para que recordara eternamente que con ella no se juega.

"...aunque más pronto que tarde una de las esquelas llevará su nombre."

Lola a veces tenía miedo de acabar igual, pero eso no se lo contaba a nadie, tampoco a Eulalia, no fuera que la tomasen por loca.

Lola no era para nada descuidada. Vigilaba la higiene personal, yo diría que en exceso, cambiaba las sábanas dos veces por semana y seguía una dieta rigurosa, no quería que el colesterol malo (LDL) fluyera a sus anchas por su venas y arterias, así que nada de comer carne roja.

Ella no tuvo la culpa de aquel desafortunado incidente de hace un par de meses. Podría haberle pasado a cualquiera, máxime si pensamos que hablar por teléfono te imposibilita prestar atención a otra cosa que no sea tu interlocutor y las frases dichas entre ambos. La culpa de que se quemara la sartén que había en el fuego para freír las patatas, por tanto, no fue culpa de Lola. La culpa de que la sartén quemara la cortina cuando se proyectó descontrolada la llama que produjo el aceite hirviendo, por tanto, no fue de Lola. La culpa de que la cortina quemara la repisa que contenía las latas de conservas, por consiguiente, tampoco fue de Lola. La culpa de que la repisa de las latas de conservas cayera encima del perro que olisqueaba en ese preciso instante el cubo de la basura que estaba justo debajo del estante y lo aplastara, sin duda alguna, no fue de Lola. Es evidente que la muerte de Bob la dejó algo desolada, dolida por la angustia de verlo aprisionado por tarros de soja, tomate, habichuelas, calamares en su tinta o sardinas en escabeche. Indudablemente no se lo contó a nadie. Cavó a toda prisa una tumba junto al viejo olmo que había detrás de la casa y lo depositó envuelto en su roída manta de lana gris ceniza, a pesar de estar en el mes de julio y de rondar más de 24º, pero llegaría el invierno y quería que estuviera bien confortable y no se resfriara.

"...Cavó a toda prisa una tumba junto al viejo olmo..."

Lola después de aquél incidente caminaba más despacio, iba atenta por donde pisaba y si hacía algo lo comenzaba, lo ejecutaba y lo acababa.

A Lola le gustaba pasear por los acantilados de Moher, le gustaba ver la bravura e inmensidad del océano Atlántico, era todo un disfrute, de vez en cuando pueden divisarse juguetones delfines y si estás atenta también puedes encontrar algún que otro tiburón peregrino, la magia en aquél lugar está servida. El mar tranquilizaba a Lola y le cargaba para días la energía interna. Lola tenía vértigo por lo que jamás se acercaba muy al borde de los acantilados y caminaba sin salirse de la senda marcada por las verdes praderas que se precipitan violentamente al mar, Lola era precavida. A estas alturas del relato no hay que ser un lumbreras para saber que Lola tiene los días contados, y como hemos dicho, esto lo sabemos solo tú y yo, Lola nunca lo sabrá porque una vez que te has muerto es imposible decir: ¡oh me he muerto! ¡ha llegado mi fin! O cosas por el estilo que podamos imaginar que puedan decirse el día que te conviertes en un occiso fiambre.

Lola, efectivamente, en uno de sus paseos por los acantilados de Moher, en el condado de Clare, donde vive, caminaba dichosa de regreso a casa tras contemplar el espléndido amanecer que le habían brindado el mar, el cielo, el sol, las gaviotas que buscaban alimento ya desde tan temprano, los acantilados, la suave brisa, todo en su conjunto le resucitaba el espíritu, pero debía darse prisa porque tenía por delante una jornada de duro trabajo, marchaba ensimismada en sus pensamientos, todo fluía alegre en su cabeza, las ideas iban y venían, usaba la grabadora del móvil para no olvidar alguna de aquellas reflexiones que le parecían fantásticas, el invento de la grabadora del móvil también era fabuloso.

"...solo un grito al unísono de terror y segundos después fueron a estrellarse contra las rocas..."

Lola no veía muy bien, usaba lentes de contacto, en estos momentos no las llevaba puestas, a lo lejos divisó casi desfigurada una figura humana muy cerca del precipicio, ella sabía que no había que acercarse en demasía ya que cuenta con una altura considerable, 214 metros, por eso Lola corrió alzando los brazos, iba gritando, llamando la atención del ser que parecía estar armándose de fuerzas y valor suficiente para saltar al vacío como si fuera un nadador olímpico a punto de ejecutar un clavado. Lola quería y tenía que impedirlo. El ser de rostro anónimo no prestaba la más mínima atención a los gritos de Lola, ni siquiera se giró para ver quién era la persona que vociferaba ¡alto, detente! Lola estaba cerca, muy cerca. En una última zancada consiguió atrapar la camisa del ser suicida, esta se giró instantáneamente y pudo comprobar que era una joven y bella mujer. Fue tal el ímpetu de Lola que en vez de frenar en seco a la kamikace las dos se precipitaron al abismo, volaron aferradas una a otra como las hienas agarran a sus presas, ya no cabían las palabras, solo un grito al unísono de terror y segundos después fueron a estrellarse contra las rocas, el mar se las tragó, fueron sacudidas, embestidas, destrozadas igual que las hienas aniquilan a su caza, dentro de unos días no quedará mucho de sus cuerpo ajados, el mar las engullirá para luego quizás devolver una sandalia, un trozo de carne, algún hueso, algo de ropa, pero nada que pueda identificar los dos cuerpos con los dos nombres que les dieron en la pila bautismal, el mar es así, los acantilados de Moher lo saben porque son testigos mudos de muchas desgracias. Eulalia buscará a Lola hasta el último suspiro de sus días, aunque nunca la encontrará, el resto del mundo nunca conocerá la muerte de Lola, para todos sus convecinos, lectores y los que se consideran sus fervientes amigos su desaparición seguirá siendo un misterio, aunque una esquela del periódico local lleve su nombre, y aunque tú y yo lo sepamos todo con pelos y señales y no podamos explicarlo.



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Comentarios

  1. Me ha gustado mucho. De lo mejor que te he leído. ML.

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