Nada pasa

Hay un tiempo para vivir
y un tiempo para testimoniar la vida.

Albert Camus -Bodas en Tipasa-



Empezaba a sospechar que tal vez no fuera casual, pero claro eso con 20 años, sin la sabiduría que da la adultez, es natural que quieras pensar que el destino te va dejando pistas accidentales para que receles y te tortures cavilando con que nada sucede espontáneamente y, todo, absolutamente todo, está escrito de antemano y se va cumpliendo paso a paso sin tu intervención y, lo más penoso es que acontece sin demora y sin remedio.

La historia que os cuento puede ser un sinsentido, lo sé. Lo sé y lo digo al comienzo, no porque quiera justificar nada, simplemente lo digo para que no haya sorpresas en el futuro. Reconozco que entonces no supe verlo y sé que un escalofrío recorrió mi cuerpo, os lo prometo. ¿Y por qué lo recuerdo? porque desde entonces no he conseguido quitarme ese frío gélido que me paraliza en cada decisión que voy a tomar y me bloquea el cuerpo entero.

Todos los días, en el mismo sitio, a la misma hora, me cruzaba con ella. Era consciente de que a esa hora los rostros que deambulamos por la ciudad, todavía a oscuras, éramos siempre los mismos. Pero yo sólo tenía ojos para esa figura esbelta que se cruzaba ante mí, siempre en carrera acelerada, como si perdiera el metro o como si quisiera llegar a un duelo antes que el choque de aceros acabara con la vida de su amante.


Yo intentaba cambiar el recorrido mañana tras mañana, porque me conozco y sé que soy algo obsesivo, pero allí, ante mí, mañana tras mañana aparecía su rostro impertérrito. No nos conocíamos, tal vez nunca llegaríamos a hacerlo porque yo inconscientemente huía como un perro asustado ante el disparo repentino de un cohete estallado en el cielo, y entonces, el trecho entre ambos era tal que cabía toda la ciudad y sus habitantes en medio de nosotros.

A veces me hubiera gustado ser más atrevido, tener más agallas o simplemente saber afrontar la verdad cara a cara y no escabullirme cual Houdini cuando presentía que algo malo iba a pasarme.

Ella no me vio nunca, de eso estoy seguro. ¿Y por qué lo sé? Fácil, muy fácil, porque cuando ella daba la vuelta para entrar en la calle Fuente Nueva, yo me esfumaba por la calle Ventanilla, justo en dirección opuesta a su mirada. Después retrocedía mis pasos, cuando intuía que ella ya había llegado a su destino, y me dirigía hacía la Agencia de Viajes en la que mi amor encubierto trabajaba. Podía verla por el ventanal que ocupaba todo el bajo del número 127 de la calle Fuente Nueva. La veía arreglar los folletos con imágenes a todo color de playas espectaculares y monumentos Patrimonio de la Humanidad, esos librillos que decoraban el expositor del escaparate y exhalaban libertad, y donde podía leerse en grandes letras de imprenta “Agencia de Viajes Esperanza”. Allí permanecía yo, apostado, al abrigo y defensa de la marquesina del autobús número 34 que me llevaría a mi destino, a 18 km de distancia de ella, al otro extremo de la ciudad donde ya no podría observarla, ni dirigirle la palabra, ni acariciarla y muchos menos desayunar o acostarme con ella.



Siempre dejaba pasar un par de autobuses, total a esas alturas ya no me importaba nada ni nadie, por supuesto, me era indiferente llegar tarde al tortuoso y mal pagado trabajo que tenía, me era indiferente perderlo o nuevamente llevarme una sonora bronca por parte de mis compañeros por tener que ocultar o excusar mi demora laboral ante el jefazo, otro día más.

El jefe era un hombre seco, huesudo, tosco en los andares y en el habla. Apodado “Sr. Fernández”, no cabía otro apelativo, inclusive para su joven esposa, de la que tanto presumía y a la que nadie había visto nunca ni en fotografías. Él se afanaba en decir que fue ella la que lo bautizó así y en su honor perdió el nombre de pila. Solía venir sólo a las comidas de Navidad, a los casamientos y a los entierros, al final todos dudábamos que la juvenil consorte existirá pero, a fin de cuentas, lo dejamos pasar porque a ninguno de nosotros nos iba la vida ello.





Como es lógico, mi cobardía se negó, y nunca lo hice.



 
Hubiese sido muy sencillo entrar en el establecimiento, decirle que quería programar mis vacaciones de verano y sentarme frente a su pelo negro y sedoso para, torpemente, pedirle que me acompañara para siempre ¡Qué insensatez más grande! Como es lógico, mi cobardía se negó, y nunca lo hice.

A estas alturas de la exposición todos pensaréis que estoy loco. Yo reconozco que un poco de insensatez también habita en mí, porque esta obsesión no deja de ser algo enfermiza que fastidia y sobresalta a quien escucha atento el relato, pero también a quien la habita. Pero ya digo que no, que lejos de estar desquiciado, de ser un psicópata desequilibrado, lejos de haber perdido la razón, el juicio o la chaveta, para decirlo de un modo más coloquial, continué mi vida como si ella no hubiera existido. Pedí que me cambiaran al turno de noche. Así la dejé marchar como al niño que se le escapa el globo inflado de helio y recorre los tejados para perderse en el horizonte. La dejé marchar sin despedirme de ella o sin arrancar un “hola” de sus labios, la dejé marchar porque ella lo más probable es que cohabitaba con otro hombre, o tal vez yo no estaba a su altura, la dejé marchar porque seguramente era lo mejor para los dos, a mi lado puede que no hubiera sido feliz, quizás yo tampoco.

Pero su ausencia me dejo una brecha abierta en el corazón. Dolía, como duelen las caídas por bancales pedregosos, esas que te dejan una herida sangrante, con la piel levantada, donde notas nada más incorporarte del suelo que la sangre se concentra y acelera en el punto justo del impacto donde las piedras han chocado con tu cuerpo, el escozor se vuelve punzante, un calor irresistible, más propio del verano aunque estés en febrero, invade la zona; la vena estallada o el ramillete de venas y arterias quieren sellarse a toda costa y sientes como una máquina de fieles soldados, llamados leucocitos, todos concentrados en el mismo lugar, trabajan a marchas forzadas para que no mueras como un estúpido, tontamente desangrado. Más o menos esa sensación me quedó después de aquello. Quizás para vosotros sea la sandez más gorda que habéis oído, pero yo no soy insensible. Sé que me desinflo como ese globo al que ya no le queda nada de helio, ese que se le escapó al niño y voló para perderse entre los tejados allá por el horizonte, ese que nunca vemos yaciente, porque la imaginación a veces no da para tanto o porque sencillamente poco importa ver un trozo de goma tendido en la acera sino vas más allá y reparas en que un día pudo ser el juguete perfecto. Pero también sé que puedo renacer, olvidarme de las desdichas y comenzar un nuevo camino. Eso hice o eso pretendí hacer.

Tras pedir traslado al turno de noche me concentré en el trabajo. Allí podía pensar, el ruido de las máquinas no entorpecían mis pensamientos, sabía abstraerme. El olor de la almazara me ayudaba a perder un poco la conciencia y comenzaba a sentir la calidez que necesitaba recobrar a toda costa. Allí conocí a Ana. Compartía conmigo aromas amargos, los dos, codo a codo, en la cadena de envasado de aceite de oliva extra virgen, supimos ir un poco más lejos y cambiar esa gama de matices agrios y convertirlos en sensaciones dulces y agradables. Me casé con ella tres años después. Roberto y Luis, nuestros gemelos, tienen ahora 19 años. La vida a su lado para mí ha sido fácil, aunque reconozco que no le he sido fiel cada día. No he dejado de pensar un solo día en la cara angelical que veía ante la parada del autobús número 34. No puedo evitarlo. Quizás porque siga sospechando que no fue casual, porque con mis fantasías de hombre imberbe de 20 años, ya presentía que nada era casual, que el destino te va dejando pistas accidentales para que receles y te tortures cavilando con que nada pasa de improvisto y todo está escrito para que se vaya cumpliendo paso a paso sin demora y sin remedio.

Y ha ocurrido. Hoy hace sesenta días que ocurrió.




"...a veces me maldigo, angustiado y apenado por la fatalidad a la que yo mismo me he avocado..."




El Sr. Fernández murió hace dos meses. En el fondo él no me importa lo más mínimo, al fin y al cabo no ha dejado de ser un cabrón todos estos años. Su hermano Javier lo ha sustituido en la empresa. Ahora tenemos un jefe con nombre de pila. Mi error fue ir a su entierro. Allí estaba ella, una adorable viuda vestida de luto, con rostro serio y sereno, sin derramar una lágrima por el finado. No había envejecido, conservaba la misma dulzura que tenía hacía 22 años, cuando con la delicadeza de sus dedos, que reposaban ahora en los míos, ordenaba catálogos llenos de fotos de medio mundo. Quise morir, en ese preciso instante odié más si cabe al Sr. Fernández, por tenerla, por gozarla tanto tiempo en silencio. En ese preciso instante supe que no fui valiente, bueno eso ya lo sabéis, no estoy descubriendo nada nuevo, pero al amanecer, cuando despierto y miro atónito al techo de mi habitación, sin saber muy bien dónde me encuentro, rememoro mi fracaso, a veces me maldigo, angustiado y apenado por la fatalidad a la que yo mismo me he avocado, en otras ocasiones suspiro, trago saliva, pongo un pie en el suelo y de camino al cuarto de baño, todavía con la somnolencia del que no quiere despertar, sueño con que ella permanece dormida en el lado izquierdo de mi lecho. Giro mi cuerpo en dirección a la cama, todavía caliente y revuelta, y mis ojos se encuentran con Ana, entonces un puñado de lágrimas recorre mi rostro. No sólo lloro por mi engaño o por mi desdicha, también lo hago por Ana, por los besos que a veces le di y no le pertenecían, por todos los “te quiero” que le dije y no eran suyos, por no saber cómo decirle que necesito a otra mujer, que mi amor en el fondo nunca fue totalmente suyo, que quiero al fin quitarme la venda que cubre mis heridas, que aunque creía que con el tiempo habían sanado, por contra la infección las ha convertido en gangrena, y siento que ya no me merece la pena continuar en este mundo, pero así llevo dos largos meses y aún no he puesto fin a mis días, será por mi cobardía, que ya sabéis que es titánica y los cobardes no andamos sobrados de bravura.
















Título de la obra: Nada pasa


Título del libro: VIII Concurso relatos breves "Guadalupe González Fernández"
Autor/a: VV.AA.
Edita: Consejería de Hacienda y Administración Pública
ISBN: 978-84-8195-383-1
Año de edición: 2016

Nº de páginas: 290

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